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TAILANDIA - CAMBOYA -MYANMAR

 Julio 2014

 

Día 0. Vuelo argento.

 

Vuelo movido y apretado, pero memorable. 

Me tocó un asiento en el medio de la fila de 4, al lado de un mongol que tenía la camiseta de Messi. Había quedado separado de su familia, con la que se comunicaba a los gritos y en un idioma con muchas ches, a través de la luz que dejaban ambos asientos.

El hombre al que apodamos el “chinoMessi” (antes de saber su origen), ávido por mirar el partido Argentina-Holanda por la semifinal del mundial, se tiraba arriba mío tratando de pescar alguna jugada mirando la pantalla de nuestra computadora.  Cuando terminó el partido, el chinoMessi aprovechó para sacarse fotos con los otros pasajeros como un hincha más.

La mayoría del partido no pudimos verlo, sólo se arregló el wifi en el alargue y cada tanto la azafata en un español alemanado (vuelo de Lufthansa) nos iba diciendo el resultado por los altoparlantes. Penales. 

Euforia y nervios sobre las nubes. 

Era como estar emparentado con docenas de desconocidos. La mina que se sentaba del otro lado del chinoMessi sacó el rosario y cerró los ojos. Un chico de atrás le dijo que en la parte de adelante había dos judíos con gorrita. "Llámenlos" ordenó la del rosario, mientras una señora pechugona empujaba para llegar cuanto antes al rezo colectivo. Después de todo estábamos muy arriba así que las plegarias llegarían más rápido. Primer penal atajado. Vamos carajo. El encierro y los nervios me hacían transpirar más (y al chinoMessi también). Diosmio. Segundo penal . Se corta internet. Gritos, furia. 

"Den vuelta en redondo por donde capta el satélite, putoooos" le gritaban a la tripulación. Pero nada. Probamos con todo, hasta con el hombre antena. El Chinomessi me ponía más nerviosa porque me daba la impresión de que quería incautarme la compu. Lo miré con ojos fulminantes. ¿Cuánto se puede fulminar a un tipo que viene de Mongolia? A uno que anda a caballo como Gengis Kan? ¿A uno que vive cerca de la estepa siberiana? Creo que mi mirada fulminante le gustó y me sonrió. El ChinoMessi 1, yo 0. 

Vuelve internet. Argentina 3 Holanda 2. Romero ataja el penal y ya no tienen chances. Un festejo aéreo impresionante. Banderas y camisetas. Y el Chinomessi como loco tratando de que le escriban los cantitos futboleros y memorizando "Brasil decime que se siente". Al final, casi que lo voy a extrañar. Quisiera saber como fue el vuelo de los chicos en KLM y como se la bancaron los holandeses encerrados con cientos de argentinos en un avión. Me hubiera gustado ver a Lu, que se había puesto la camiseta como cábala. Pero bueno, de qué me quejó: de un lado tenía a mi chico lindo y del otro al chinoMessi.

Apenas cerró los ojos, puso a funcionar la máquina de los ronquidos, con los que intercalaba algún que otro flemón. Gracias a la vida, que me ha dado auriculares y pastillas de Somit.

Noche de gloria y pasión.! Ahora creo que más gloria que pasión porque el somit estabahaciendoefectneusnegwvtostjl, hasta mañana.

Día1. Bangkok, Tailandia

 

10 horas más de vuelo, (esta vez en Thai) que fueron un placer. Llegamos al Eastin Hotel haciendo las combinaciones pertinentes en el tren y el subte y nos dispusimos a esperar a Elianne y Alex para ir a pasear. Como no llegaban y no había forma de tener señal en el teléfono a través del chip de Movistar (si alguien sabe porfi será recompensado), decidimos dar unas vueltas por la ciudad.

Nos fuimos al pier para tomarnos un barco hasta el barrio chino. Lo primero que nos quisieron hacer es el cuento del tío diciéndonos que estaba todo cerrado. Alertados de estos engaños en la web, seguimos caminando hasta toparnos con una romería impresionante: chinos, tailandeses, guiris, tuk tuks, autos, carritos, vendedores, fritangas, animales, todos empujando para llegar a algún lado donde se pudiera transitar aunque sean dos pasos sin atropellos. Respiré hondo y dije "estoy donde quería estar". Caminamos unas cuadras mirando más que nada las ferias de comida (lo otro es como el barrio de Once a la milésima potencia) y tratando de elegir porque ya me había hecho la idea de comer algo en los puestos callejeros. Lamentablemente en ese momento no se me cruzó un pensamiento sino un enorme roedor, y mis sueños de hacerme la Anthony Bourdain se desvanecieron.

Después del encuentro con nuestros amigos, almorzamos en Thangyin increíblemente (calidad y cantidad), y nos fuimos a ver el Buda recostado. Llegando casi a la esquina, nos paró un buen hombre para decirnos que todo estaba cerrado porque era el día del Big Buda y como todos estaban rezando, tuvimos mucha suerte en toparnos con él porque conocía al hombre desdentado del tuk tuk que estaba al lado, y que ambos podían llevarnos al Buda parado por 40 bath (10 dólares). Esta vez, caímos en la trampa, más por el cansancio que por la fe.

Fue una experiencia religiosa. Los tipos hacían cualquiera, doblaban donde se les cantaba y pasaban a los autos como si estuvieran solos. Se manejaba por el carril izquierdo, pero el conductor se sentaba del derecho, así que ya con eso uno estaba bastante mareado. Empezaron una guerra entre los tul tuk, tipo carrera de Need for Speed, que de a ratos era divertida y otros me daba por rezarle al Buda parado y al acostado. Tuvimos dos paradas caritativas (el chofer nos explicó que si bajábamos en el negocio que hacía los trajes de seda en pocas horas y en la joyería, le daban vales para cargar nafta) y finalmente nos dejó en el complejo del Buda reclinado (que hacía un rato nos había dicho que estaba cerrado) llamado Wat Pho. 

Considerado como la primera universidad pública, era uno de los templos más grandes de Bangkok, y cuna del masaje tailandés.

En la parte de atrás del Buda la gente hacía la ceremonia de la limosna, donde depositaban 20 bath en una urna y agarraban un recipiente lleno de moneditas para ponerlas de a poco en cada uno de los calderos. Era una de las tradiciones más arraigadas en los templos, porque además de traer buena suerte, ayudaba a los monjes a preservarlo.

 

De ahí directo al mercado de Patpong, de marcas truchas y chicas a go-go, un lugar que no me resultó muy pintoresco. Gracias a la pasada de otra enorme rata casi por nuestros pies con una galleta en la boca, nos metimos en un restaurante donde cenamos muy rico.

La diferencia horaria ya se hacía sentir y de la felicidad pasé a la intolerancia en pocos minutos. Para ser el primer día, con 10 horas de diferencia y un calor húmedo que me mantuvo mojado el cuerpo durante todo el itinerario, no había estado nada mal.

Día 2. Bangkok

 

Madrugón involuntario. Quería dormir pero no podía. No sé qué hora imaginaba desde adentro mi cuerpo, pero no se la hice nada fácil. Me di por vencida y me levanté a las 7 am. Después de un desayuno obsceno y obsano (mucha fruta rara y castañas de cajú) nos fuimos al Palacio Real. Era un complejo imponente. El calor y la muchedumbre también. Decenas de grupos de chinos (¿chinos? , si estuviera en otro lado sería más fácil, pero acá llamémoslos asiáticos), con paraguas, banderitas y palos con cintas se cruzaban de izquierda a derecha formando colas para sacarse fotos con las miles de figuras que paradójicamente parecían posar para nosotros.

Dentro del palacio estaba el Wat Phra Kaew donde se encontraba el Buda esmeralda, chico en tamaño pero enorme en veneración. Ese Buda tenía una historia de pase de manos entre países: India, Camboya, Laos, Tailandia (donde estuvo escondida muchos años), hasta que Laos se la volvió a birlar y recién en 1784 volvió a Tailandia, de todos modos y al igual que con Gardel (disculpen los religiosos por esta comparación), Laos y Camboya son quienes siguen adjudicándose su potestad y derecho a tenerlo en su país. Como seguía siendo el día del Big Buda, no pudimos entrar al recinto, y nos contaron que el único que podía tenerlo frente a frente era el rey.

En Tailandia el rey y su familia eran muy queridos (el number nine), pero odiaban al Primer Ministro. Cada vez que pasábamos por un palacio de dimensiones considerables el tachero nos decía "este palacio es del rey número 4", "este otro del numero 5"…Daba bastante rabia que el pueblo tuviera que estar manteniendo tamaña estructura con la pobreza que se olía y palpaba en cada rincón de Bangkok. Pero volviendo al Palacio Real, la palabra para describirlo era sublime.

 

De ahi al mercado de Chatuchak donde teníamos solo 3 horas porque el avión a Camboya salía las 18.30.  Buena merca, poco tiempo, mucha gente, poca tolerancia al calor: pésima combinación para tomar decisiones.

Día 3. Siem Riep, Camboya

 

Salimos a la noche para Siem Reap, el pueblo más cercano a las ruinas de Angkor. Cuando llegamos a la pista Alex se quería matar porque le teníaí miedo a los aviones chicos. Este no lo era tanto, pero casi que le tuvimos que dar la mano para subir.

El calor seguía siendo sofocante y se percibía claramente el olor de la selva y el sonido de los grillos que la habitaban. El hotel Memoire d'Angkor era muy recomendable. A la mañana siguiente nos buscaron a las 5am para ver el amanecer saliendo detrás de los templos.

 

La parte romántica de la historia cuenta que en 1860 el naturista francés Henri Mouhot estaba persiguiendo una pequeña mariposa que lo condujo a la selva hasta toparse con las ruinas que se escondían entre las enormes raíces de las ceibas. Y aunque Angkor Wat había sido descubierta por otros viajeros anteriormente, yo quiero quedarme con esa historia. Me gusta imaginarlo vestido con su ropa de explorador, con un gorro de casco duro y botas altas, limpiándose el sudor de un día tan pegajoso como el de hoy. En una de sus manos sostenía una red lista para cazar una especie desconocida que le diera el reconocimiento los colegas de la Royal Geographical Society europea. Pero su fama sólo duró un año, porque murió por culpa de un ínfimo mosquito que le transmitió la malaria (nosotros trajimos 8 tubos de off, espirales y enchufes para la habitación, no vaya a ser…). De todos modos, los escritos y dibujos fueron publicados después de su muerte, siendo el primero en advertir al mundo occidental de los vestigios de esta civilización. 

El conjunto arquitectónico de Angkor es el más grande de Asia, y fue construido siguiendo los patrones de la mitología hindú. El mayor peligro que tienen los templos hoy es el turismo, pero paradójicamente también es la salvación de un país que se recupera de las sucesivas guerras y de una política de gobierno genocida.

No supimos de la historia de Camboya hasta hace pocas semanas, cuando decidimos ponernos las pilas con el viaje y ver “que onda” los países a los que estábamos yendo (ya que nos llegaban noticias de los toques de queda recientemente impuestos en Bangkok y Mandalay). Me pareció increíble enterarme de tantas atrocidades contemporáneas a mi propia historia, y a la vez pensarme en Argentina víctima de la propia. A veces es más fácil poner la mirada en realidades lejanas.

 

Entre 1975 y 1979 el régimen de los Jemeres Rojos, liderados por Pol Pot (un burgués educado en París) impuso una revolución campesina de inspiración maoísta traducida en éxodo, violencia, terror, tortura y muerte. Cambiaron el nombre de Camboya por el de Kampuchea Democrática e instauraron el Año Cero, para borrar todas la huellas del pasado. Con la paranoia del "enemigo oculto" eliminaron a los intelectuales y profesionales, masacraron a los monjes budistas, vaciaron las ciudades para poblar los campos y recurrieron al exterminio en masa: casi dos millones de camboyanos fueron asesinados (un tercio de la población y la razón por la cual más de la mitad de la población es menor de 25 años). El genocidio también fue cultural. Los Jemeres Rojos destruyeron, saquearon y contrabandearon numerosas obras de arte antiguo, sobre todo esculturas y pagodas que hoy están en París.

Hacía tan sólo 20 años que Camboya se había liberado del colonialismo francés y tampoco habían acabado con el odio y las invasiones del ejército vietnamita, enfrentado a la guerrilla jemer por derechos territoriales. Los Jemeres Rojos emboscados en la selva siguieron atacando con el apoyo de Estados Unidos que estaban necesitados de venganza tras la humillación por la guerra de Vietnam (aunque los bombardeos de EEUU a Camboya superaron los de la Segunda Guerra). Hasta 1997 siguieron las guerras civiles y los golpes de estado. Hoy Camboya es una monarquía constitucional, que recién pudo juzgar a algunos de sus genocidas en el 2007. Pero todavía no hay forma de olvidar: hay cientos de familias fragmentadas, huérfanos, una tremenda crisis económica, desidia y corrupción, enfermedades, analfabetismo y cada día cinco personas, sobre todo niños y campesinos pobres, mueren o sufren heridas graves con la consiguiente amputación de sus miembros por causa de una explosión de minas antipersona. Niños mutilados que quizás como Mouhot, perseguían a una ínfima mariposa. Y mientras cruzaba los caminos rojos y me maravillaba con la apacible capa de verdor o el exotismo de los arrozales, me estremecía pensando que allí aún se escondían entre dos y cuatro millones de minas antipersona.

Día 4. Siem Riep, Camboya

 

Me resultaba increíble que la gente de un país que para mi era tan lejano (y no por los km que nos separaban), tuviera tanta empatía por el nuestro. Hacía varios días que venía viendo gente portando la camiseta de Argentina. “¿where are you from?” “Uruguay”, contestaba Elianne con orgullo. Silencio. “And Argentina” terminaba aclarando mientras nos miraba para incluirnos. “Ahhhh, Argentina, Messi”.  Familias enteras se habían juntado a las 2 am para ver la final albiceleste, aclarando que renunciaron al descanso de la noche, no para ver la final del mundial, sino para ver a Argentina, a la que muchos le habían apostado entre 10 y 20 dólares (que era una fortuna), convencidos del triunfo ante Alemania. En el almuerzo, y después de la derrota, el mozo que nos atendió nos contó que se puso a llorar cuando perdimos. “Really?” le dije mirándolo con ojos desconfiados pensando que quería ganarse nuestro aprecio calculando la inminente propina. Pero no. Parece que era verdad, y que Camboya vibraba al compás de los pies de Lionel.

Como Elianne estaba muy engripada y el paseo nos exigía una paliza física, decidió quedarse en la cama para recuperarse mejor. Terminamos de ver los templos que teníamos en nuestra wish list y nos bautizamos con el primer chapuzón monzónico, que por suerte duró unos minutos. 

Los seis templos que recorrimos eran muy diferentes entre sí y a pesar de que uno piensa que va a tener una sobredosis, al llegar al siguiente lo invade una sensación sobrecogedora. Las paredes estaban labradas de historia e historias, de guerras, traiciones y romances. Shiva, Vishnu, Brahma, dioses y demonios, reyes con nombres impronunciables. Todo estaba ahí, desde tiempos que a mi se me hacían infinitos, aunque fueran historias paralelas a la Edad Media europea.

 

A pesar de que estábamos en temporada baja, algunos templos (los “must do”) estaban superpoblados de grupos de turistas y eran difíciles de esquivar, especialmente chinos. En otros, pudimos sentir el sonido de la selva y la soledad y abandono de las piedras tapadas de musgo. En el camino vimos los campos inundados y la gente arrancando con una velocidad envidiable las plantas muy verdes de arroz, inclinada durante horas, con los pies metidos en el agua hasta el tobillo, bajo la inclemencia del sol del sudeste asiático. Mujeres muy mayores transportando los bueyes del arado, ferias locales donde vendían peces en latones aún vivos y los decapitaban según la elección del consumidor. Más frutas raras como la del dragón, el mangostán, el rambután, la papaya, el lychee, la fruta de la serpiente (agridulce) y el durián (que para nosotros era el Jaca brasileño). 

El guía que contratamos a través del hotel era un salame, pero servicial, y si le proponíamos algo, lo hacía con una sonrisa y sin protestar, lo que pasaba era que todavía no había pegado eso de ser proactivo…y cuando empezaba a hablar en español, le pedíamos que siguiera en inglés porque era como hablar con Tévez pero mas aburrido. Finalmente –y como casi siempre que contratamos un guía en la puerta del lugar- nos resignamos a algunas historias donde parecía que para contarlas teníamos que estar en la parte del templo en donde nos diera de lleno el rayo partido. Volvimos al hotel. La gente de Camboya era muy amable, y cuando pasábamos nos hacían el saludo uniendo las manos frente a la cara e inclinando la cabeza hacia abajo. Siempre tenían para nosotros una sonrisa de dientes limpios y nos daban la bienvenida en jemer, el idioma con más letras del mundo (72 letras de las cuales 32 son vocales).

Almorzamos muy rico, aunque los cuatro estuvimos de acuerdo en que la comida khmer o camboyana era mucho menos gustosa que la tailandesa o la hindú. Mientras todos se fueron a descansar, yo me fui a caminar por Siem Riep, el pueblito que agrupa todos los negocios que necesita un turista: ferias de pantalones anchos y remeras que te recuerdan por qué lugares pasaste, spa y masajes de pies y manos con aceite de coco, hoteles y guesthouses, restaurantes y miles de tuk tuks.

A las 18.30 vinieron a buscarnos para ir al aeropuerto, donde teníamos que resolver un problema que ya nos había dejado nerviosos cuando entramos a Camboya: el pasaporte de Elianne no tenía más hojas donde poner las visas enormes que te estampaban en estos países que tienen rey, escudo y estampillas. Para venir para acá le hicieron kilombo hasta que firmó un papel de responsabilidad por si hubiera que deportarla. Venía la parte más difícil porque en Myanmar eran mucho más estrictos con la letra escrita, y tuvimos que montar un operativo con la mina de la agencia en Yangoon y alertar a inmigración acerca del problema. Nosotros igual ya teníamos la invitación del gobierno, que la gestionamos a través de la agencia de viajes. Con eso, a Alex se le ocurrió hacer el check in en Camboya para el día siguiente como si fuera la visa y quedarnos en tránsito, durmiendo en el hotel que había en el cuarto piso del aeropuerto de BKK. Toda una experiencia al estilo de la peli La Terminal, teníamos que hacer tiempo para entrar al hotel Louis Tavern porque se podía sacar por 4 o 6 horas, y a pesar de estar con el turco Saúl, no hubo forma de negociarlo. Comimos en tránsito, paseamos por los negocios en tránsito, entramos y salimos de la sala vip de priority pass haciendo enojar al pibe de recepción y hasta coqueteamos con hacernos un masaje. Pero cumplida la hora, nos tiramos en la cama pedorra y nos desmayamos hasta la hora de salida. 

 

Día 5. Yangon, Myanmar

 

Después de escuchar los cuentos graciosos de Alex y las cosas que se le iban rompiendo en la habitación del hotel de cuarta donde encima había un cartel que decía "rompe-paga", llegamos a Yangón a pesar de las hojas de los pasaportes y las corridas. En el aeropuerto nos esperaba la guía que iba a acompañarnos durante todo el viaje, que era un encanto de persona (los muchachos felices porque además era linda). La agencia que contratamos estuvo en cada detalle y realmente fue lo mejor que podía pasarnos para empezar a sentir y a disfrutar el país de una manera relajada.

Después de acomodarnos en el Shangri-La fuimos caminando al Scott market, un mercado de ropa y artesanías dentro de unas galerías muy prolijas, donde principalmente compraban los turistas. Pero las calles que lo rodeaban, eran las que realmente nos hicieron meter de cabeza en la ciudad que parecía detenida y a la que lentamente parece llegarle la modernidad. El año pasado duplicó la cantidad de turistas (1 millón de personas) y para este se esperaban muchos más. Las fronteras se estaban abriendo de a poco y parecía que la gente local estaba esperanzada de poder vivir una nueva etapa.

Myanmar tuvo una dictadura que duró 48 años, y recién en el 2010 por la gran presión internacional, se convirtió en una democracia. Cuando la guía nos contó algunas cosas de la brutal represión a la que estaban sometidos, donde hablar, juntarse, pensar y educarse era condenado con la cárcel o la muerte a sangre fría, nos dijo “por suerte ahora hay demogracia” (pronuncia muy gracioso el español por lo que abajo pego un videíto con sus explicaciones). A mi me pareció –aunque azarosa- la palabra que más se ajustaba a lo que estaban viviendo políticamente. Esta es una demo-gracia, porque el actual presidente era militar e hizo a un lado sus fueros para poder ser presidente. El 25% del parlamento tenía que estar ocupado por militares y no había derecho a elección: se nombraban entre ellos. Elianne me dijo que leyó en la Lonely Planet que no se podía escribir de política ni por mail ni hablar por teléfono, así que mejor dejamos el tema acá. Los locutorios eran tan precarios, que consistían en mesitas en la calle y teléfonos destartalados, pero el ojo del gran hermano del poder parecía ver y escuchar todo.

 

Por lo que hablamos con la guía apodada Sofía para que los turistas puedan acordarse (su verdadero nombre es Khaing Zar Zar Lin ), la vida en este país no era nada fácil. El trabajo era duro, el dinero poco, la sanidad mala, la política corrupta. Lo que ellos llamaban hospital o escuela pública, en realidad lo tenían que pagar. Una persona que trabajaba arreglando o limpiando las calles, ganaba 5 dólares por día, sin derechos, ni jubilación, ni seguro de paro, ni asignación familiar. El trabajo dura hasta que se muere el cuerpo, porque si no no se come. Y todos tenían que aportar porque sino, no alcanzaba.

Volviendo al tema de los nombres, la gente no tenía apellido, la mayoría llevaba un nombre que empezaba con la misma letra del día que nació más otros 2 o 3 nombres. Además, les gustaba repetir uno de ellos, por ejemplo “Ma Phyu Phyu”, “Moeh Moeh” o “Khin Khin”

La mayoría de las mujeres y los niños tenían la cara y los brazos pintados con una crema que les servía como protector solar y al mismo tiempo como maquillaje. Yo me inclinaba más por la segunda opción porque vi que lo dibujaban con distintas formas. Se llamaba thanakha y se obtenía del árbol del mismo nombre, donde se mezclan la corteza con un poco de agua. Se visten con el longy, una tela cosida en forma de tubo que se anuda a la cintura de diferente forma según sea hombre o mujer.

Los embotellamientos eran cosa de otro mundo, y cruzar la calle podía significar toda una aventura. En Yangón el tuk tuk no era como en los países vecinos porque no hay motos. Las prohibieron hace algunos años  cuando un oficial del ejército fue atropellado por accidente y murió, así que gobierno militar decidió prohibir el uso de la moto en toda la ciudad. Lo que adaptaron es una bici que tiene un asiento de costado, como anexado para el pasajero pero en el que no entra más que uno.

A los hombres se los ve masticando todo el tiempo como si estuvieran rumiando. Igual que en India, hacen un paquetito con las hojas de betel a las que untan con cal viva, pero con la diferencia que acá les ponen una mezcla de tabaco, anís y clavo de olor. Al mezclarlo con la saliva, se forma un líquido rojo que escupen en el piso sin compasión por el que tienen al lado. Las mujeres jóvenes no lo usan porque no quieren mancharse los dientes.

Después de un excelente almuerzo de comida burmesa, que dicen que pica al entrar y al salir, nos fuimos a visitar la pagoda más importante de Yangón: Shwedagon Phaya. Es un complejo de 2500 años y el ícono de Myanmar. Debajo de esta pagoda hay enterrados 8 pelos de Buda, que le regaló a dos viajantes a cambio de comida. Recubierta por planchas de oro, en la parte más alta adornada con rubíes y esmeraldas se guardan las donaciones de oro y piedras preciosas de los fieles. El complejo estaba lleno de templos, estupas y santuarios, donde se repartían por igual la gente y los monjes para rezar y ofrendar. Lo más increíble, era que les encantaban las luces de colores o de neón y a todas las estatuas de Buda le pusieron un halo de luz que no se podía creer. En algunos santuarios no te dabas cuenta si estabas en un tempo o un casino de Las Vegas. Allí tuvimos nuestra primera experiencia con el monzón. Un chaparrón importante por el que tuvimos que refugiarnos y esperar que amaine. La idea de disfrutar del atardecer y la luz reflejada en las estupas de oro se desvaneció, pero valió la pena quedarnos a ver los templos iluminados.

Día 6. Bagan. Un paisaje infinito

 

Hay ciudades que se pueden describir por su color. El de Bagan era una mezcla de ocres, naranjas y dorados. La gente que vivía entre los más de 2500 templos (los que quedaron en pie después de soportar varios terremotos de envergadura), fue obligada por decreto en los ’90 a trasladarse del otro lado del río, acusados de robar reliquias. Solo los turistas, los campesinos que aran los campos y los vendedores de baratijas, que por supuesto consumimos, se mueven por los caminos de tierra conectados entre sí.

Los templos fueron construidos por un rey en el siglo XI, que se cambió del hinduismo al budismo y quiso regar la zona con templos para “budingelizar” a los habitantes. Eran muy diferentes y muy parecidos entre sí. Las estructuras eran distintas, pero por adentro similares. Algunas cubiertas con pan de oro, otras con estupas que parecían fundirse en el cielo y hasta alguna con forma de pirámide. Al atardecer y en la cima del templo de Shwesandaw, tremendas lentes (entre las cuales incluyo la nuestra), se mezclaban con los iphones para poder capturar la imagen de un momento inasible: la inmensidad, las cúpulas y las luces que iban cambiando hasta desaparecer.

 

El hotel Thiripytsaya era hermoso, salvo que cuando llegamos nos mandaron a una especie de barracas para turistas asiáticos, hasta que terminamos pagando la diferencia para ir a unos bungalows más lindos.

Al llegar a cada hotel, barco o negocio, nos ofrecían un trago de bienvenida: jugo de sandía, agua con menta y anís, a todo le decíamos que no porque teníamos miedo con el agua. Nos lavábamos los dientes con agua mineral y no comíamos verduras crudas. Lo de comer en la calle es una fantasía, por lo menos en esta parte del viaje. Quizás volviendo, si me agarra el tsunami estomacal me la banco mejor. De todos modos, con los días nos íbamos relajando, y todo lo que parecía raro o asqueroso nos era más familiar. Cuando ya me había animado con el jugo de ciruelas helado, Alex se había bajado una jarra de jugo de sandía. Elianne estaba desesperada por probar la mango salad pero siempre la desalentábamos. Por ahora veníamos invictos.

 

Mi sobrina Caro-linda me preguntó “¿a qué huele ese lugar?” (está claro que esa pregunta sólo puede hacerla una verdadera artista). Olía a flores y a bambú, a mango y a ananá. Y esos olores quedaban suspendidos en la densidad del aire tropical, que parecía quedarse estancado durante horas.

El calor no daba tregua. El primer día estuvo nublado y fue bastante soportable, pero el segundo, salió un sol asesino que dejó a Elianne de cama y con ganas de quedarse adentro de la piscina.

Los templos se desparraman por toda la llanura. Era muy sobrecogedor y realmente no entendía cómo ese lugar tan bello no había sido catalogado como una de las maravillas del mundo antiguo, moderno y futuro.

 

En Bagan la gente vivía de una forma muy precaria. Hombres y mujeres trabajaban a la par y la mayoría eran campesinos que pasaban los días en los campos de maní y sésamo, porque era una zona de poca lluvia. Parecía que la economía familiar se movía en un engranaje muy simple, tan delicado, que hasta un mínimo detalle podría desencadenar un desajuste que llevaría a toda la prole a la ruina. Todo se aprovechaba y reutilizaba para cumplir otra función.

Un poco cansados de tantos templos, pedimos para ir a visitar un pueblito de los alrededores de Bagan para ver cómo vivía la gente. Durante todo el trayecto nos acompañó una señora que nos regalaba una sonrisa amable. Como buena mal pensada, pregunté si nos estaba siguiendo para llevarnos al puestito de venta de alguna cosa, pero en ese pueblito de 2000 personas no se vendía nada, sólo nos estaba acompañando porque era costumbre que cuando venía alguien de visita, le dieran la bienvenida de ese modo. Las casas no tenían puertas cerradas, estaban hechas de bambú, paredes, techos y ventanas. Por adentro tenían un lugar abierto con lo necesario, más algún póster de un cantante famoso o de la líder de la oposición Aung San Suu Kyi y su padre, que era algo así como el Che Guevara de Birmania. Los hijos siempre vivían con los padres. No había chance. Acá y en todo Myanmar. En las ciudades se acomodaban todos juntos y en los pueblos iban construyendo una casita atrás (nosotros con 4 hijos estaríamos al horno). Los hombres estaban trabajando en el campo y en la escuela había dos maestras para enseñar a chicos de todas las edades, cuyo sueldo pagan los padres. Cuando llegamos, estaban recitando una lectura, algunos adentro escribiendo y otros afuera con la maestra que parecía corregir los cuadernos.

Casi todos tenían sus bueyes dentro del patio de la casa y eran como sus mascotas. Era su mejor amigo, porque ese animal que les permitía realizar el trabajo cada día, así que los cuidaban más que a los hijos.

Myanmar es un país que tiene más de cien etnias. Nos explicaba la guía que ella era de la etnia de los Burmas, la que tenía el poder político y económico, y la que abarcaba las ciudades más importantes: Yangón, Bagan y Mandalay. El principal conflicto era la gran discriminación que había entre ellas. A esto se le agregaba que las etnias del norte tenían el control del cultivo de opio, y formaron guerrillas para pelear contra el gobierno (seria algo así como los narcos campesinos del sudeste, bancados por países con intereses en desarrollar e incrementar la producción), y todos caían en la bolsa. Ni hablar si eras musulmán. El discurso empezaba con que en el país no había discriminación, pero cuando le preguntábamos dónde podíamos comer alrededor del hotel, la guía nos dijo que había un lugar a la vuelta, que era de un musulmán pero que ella cruzaba para no pisarlo, que mejor fuéramos a otro. En Yangón vimos muchos musulmanes que venían de India y Bangladesh, tenían sus mezquitas y se vestían con los pañuelos en la cabeza, pero no los quieren ni un poquito y en Mandalay la violencia entre budistas y musulmanes desencadenó un toque de queda hace poco más de un mes. Las chicas burmesas, como nuestra guía, no querían tener la piel oscura como en otras etnias, porque estaba mal visto, así que se cuidaban mucho del sol y además se casaban entre las mismas etnias para seguir las tradiciones. El racismo/clasismo es tan sutil, que implica incluso el bronceado de la piel. Se teme más al color del bronceado que al cáncer de piel, y los blanqueadores son productos estrella en muchos países sobre todo que han tenido o tienen el régimen comunista.

 

A la tarde fuimos a hacer un paseo en barco por el río Irrawaddy para ver el atardecer. Después de esquivar a la decena de chicas y mujeres que nos asaltaron vendiéndonos pulseras, pantalones y remeras (aclarando que Alex es un blanco fácil), nos subimos a un barco donde nos ofrecieron maní, jugo de sandía y una bebida hecha con caña de azúcar, jengibre y ron. Lo más lindo, fue ver a esa hora cómo la gente iba a bañarse, a lavar la ropa, a lavarse los dientes. El tema del agua es terrible. Como no tienen agua potable, se los ve cargando un palo con dos baldes que llenan en unos tanques que les donaron los japoneses para poder purificarla. Sólo podían hacerlo dos veces por día y la metían en unas vasijas en la puerta de la casa, a las que cerraban con una tapa de bambú.

Al contrario que Yangón, todo el mundo andaba en moto y los autos estaba reservados para los turistas.

 

Día 7. Lago Inle, Myanmar

 

Llegamos al lago Inle después de atravesar algunos pueblitos de montaña, que me regalaron esas fotos que uno se lleva puestas: cultivos de arroz, carros tirados por bueyes, hombres mayores con sus trajes típicos mascando Konn.

A ambos lados de la ruta vimos a la gente trabajando en los campos con sus gorros de bambú. El día pintaba lindo y soleado y era un buen augurio porque nos habían dicho que en esta zona llovía todos los días. El hotel Inle View Point no podía ser más hermoso. Eran bungalows sobre pasarelas de madera que cruzaban un riacho, justo en el pequeño puente donde salían los barcos. La zona era un reguero de gente, las mujeres bajaban en camiones destartalados con sus gorros, y era allí nomás donde se cargaban y descargaban los canastos y cajones con frutas y verduras. Parecía como el centro neurálgico de Nyaung Shwe. Pero a pocos metros, acostada en la cama, podía ver las flores rosadas de loto y los patos que llegaban hasta nuestro balcón.

Todo el mundo sonreía y saludaba con el  “Mingalaba”, equivalente a nuestro hola.

 

Salimos a hacer un paseo por el lago, que es uno de los reservorios de agua dulce más importantes del sudeste (22km x 11, pero con una profundidad de 4mt) y donde viven 33 etnias diferentes. Los lugares que recorrimos pertenecían a las etnias: Pa-o, Intha y Kayah.

Me sentía fascinada por ese mundo acuático de cultivos sobre el agua. Deslizarse por el lago calmo, donde sólo se reflejaban algunos grupos de camalotes, tenía un efecto hipnótico. Fue un momento de felicidad inmensa, en el que puse en alerta todos los sentidos para llevarme puesta la vida.

A lo lejos, como dibujos en la niebla, se veían las diminutas figuras de los pescadores levantando el pie que hacía de remo, con un ritmo continuo y elegante. Esta gente parecía quebrar la teoría del equilibrio. Todos estaban en la punta del bote, sostenidos en un solo pie y balanceando sus manos para levantar las redes.

Había dos clases de pesca, la tradicional y más antigua que se hacía con unos canastos cónicos que se hundían hasta atrapar al pez. Una vez que estaba adentro, lo asustaban con un palo hasta que quedaba enganchado en la red. Todo esto mientras sostenían el remo con el pie. Este modo de pesca casi está desapareciendo, porque se avivaron de que con la red común pueden atrapar más peces en una sola tirada.

No se cuánto más les va durar esta vida. El turismo está viniendo en masa y los barcos y nuevos hoteles están contaminando el lago a pasos agigantados. A eso se le suma que los agricultores para hacer sus huertas flotantes dragan la arena y el limo, ganan terrenos sobre el agua, tiran cada vez más pesticidas y para sostener las franjas cultivadas, les plantan la flor del Jacinto que no es autóctona y termina cambiando el ecosistema. Tener una huerta no era gratis, aunque no se cómo hacían para saber cuál es la parcela de quién. Tenían que pagarle impuestos al gobierno, y a la vez por ley, cada tres años debían abandonar ese lugar para plantar otro. Principalmente se cultivaba tomate, que después lo venden en todo el país.

Cuando llegamos al hotel, nos hicimos un masaje birmanés (le puse este nombre por pura deducción). Vinieron dos muchachas a la habitación con una canasta y nos tuvieron una hora masajeando el cuerpo, que se merecía un poco de placer después de la paliza que le estábamos dando en el viaje. Yo no era una experta en el tema, pero era un masaje medio raro. A veces apretaba, otras pellizcaba, otras acariciaba. Y cuando ya estaba a punto de abandonarme en esas manos ondulantes, me hacía sentar y con fuerza empezaba a golpearme la espalda con el canto de la mano. En fin, no todo tiene que tener un final feliz.

 

Día 8. Lago Inle

 

El día había amanecido con lluvia y el lago nos regaló otro paisaje. Con la niebla como telón, sólo vimos algunos pocos pescadores. El paseo incluía la visita a los templos de Indein, un monasterio y algunas fábricas artesanales. Aislados del resto de las ciudades, las etnias del lago supieron desarrollar todo tipo de producciones. Muchos de los antiguos campesinos y comerciantes se convirtieron en hábiles orfebres, tejedores y alfareros, edificaron templos, pagodas y monasterios convirtiéndose en una de las sociedades más originales adaptadas a un medio acuático.

Después de una hora en barco y enfundados en nuestros pilotos (traducción para los uruguayos: “pilots”), fuimos a visitar el Monasterio Nga Pha Kyaung, más conocido como el de los gatos saltarines, que tiene más de 200 pilares de teca y una colección de imágenes de Buda del siglo XIX.

 

Nos llevaron a una fábrica de seda y de tejido de flor de loto, que fue el momento orgásmico de Alex. Aclaro que viene de una familia de textiles, por lo que ver el proceso artesanal en los telares lo hizo babear y lagrimear durante una hora. Parecía detenido en otro siglo. Se escuchaba el repiqueteo repetido de los palos movidos por los pies, y olía a madera y a tintura. Siempre huyo de estos lugares donde te muestran el proceso de…(completar según corresponda) para terminar siempre en la tienda donde te venden el producto a precios desorbitantes. Pensé que no iba a caer en la trampa, pero reconozco que no sólo fue muy interesante -quizás porque uno sabe que en este país sigue siendo algo real-, sino que terminé desenfundando la billetera y comprando algunas cositas. Fuimos a la fábrica de plata (misma cosa pero sin Alex babeando) y a la de cigarros. Los puros que fuman se llaman cheerot y yo no sabía que eran tan famosos en el mundo, pero tienen forma más de cigarrillo que de cigarro. Están envueltos en hojas de tabaco verdes y adentro le ponen tabaco seco y trozado, tamarindo y un poco de anís. En la calle casi todos los que fuman son ancianos, porque parece que  tienen “permiso” para hacerlo en la calle.

 

Otro de los paseos fue conocer a las mujeres de la etnia padaung (llamadas mujeres jirafa), que llevan los aros en el cuello para alargarlo. La guía nos contó que ahora no viven acá, sino en la frontera con Tailandia, porque se escaparon del gobierno militar durante la cruel cruzada contra las etnias del norte a principio de los ‘90. Algunas de las mujeres vienen al lago Inle por un año para juntar plata que hacen del turismo y de los tejidos que venden. Lo que yo vi, es que la mujer que estaba ahí sentada es la misma que aparecía en todas las fotos de las guías de turismo desde hace años y que se sentaba ahí para ser fotografiada como una cosa exótica con la mirada perdida y el deseo de haber tenido otra vida. Había dos mujeres grandes y dos chicas. No voy a olvidarme de los ojos de la más chica, que debía tener la edad de Luli, porque estaban llenos de resignación. A pesar de que no pude evitar sacarles las fotos como el resto de la gente, me dio muchísima lástima. Me preguntaron si quería sacarme una foto sentada al lado, les dije que no y me dieron ganas de irme.

Por fin a Indein, y por suerte ya casi sin lluvia. Llegamos a un lugar selvático repleto de templos. Los más antiguos estaban atravesados por raíces como si fueran tentáculos. El lugar era impresionante. Quería recorrerlos todos y detenerme en cada uno de ellos, pero el pasto estaba muy crecido y la guía nos alertó de la presencia de víboras. Alex por curiosidad preguntó cuáles eran y Sofía le dijo que eran cobras. Lo mejor era seguir por el camino y mirando para abajo.

Los enormes troncos de bambú se mecían alrededor de los templos y sonaban las miles de campanitas que tenían en las cúpulas. Había olor a lluvia, a bosque. La tierra era muy roja y contrastaba con la vegetación.  Este fue uno de los lugares más lindos que fuimos.

Indein estuvo cerrado al resto del mundo (no sólo turistas, sino birmanos de otras etnias) hasta el 2004. No se veían muchos hombres en la vuelta. Las mujeres trabajaban, cargaban leña, sacaban hierbas. ¿”Y los hombres”? preguntamos. “Los hombres no trabajan, fuman opio”. Aplausos de Alex.

 

En el aeropuerto de Heho (a una hora del lago Inle), saliendo para Mandalay, y ya el último tramo del viaje por Myanmar no había luz, así que estábamos todos amuchados esperando que prendan la máquina del control de bolsos para ir del otro lado. Si uno quería pasar armas o balas, tenía que despacharlas (eso especificaba el cartel que acababa de mirar). Para embarcar, un tipo con la bola de tabaco en la boca (casi todos los hombres tenían una bola que parecía explotar en la mejilla), con un cartelito en la mano y un megáfono en la otra, anunciaba la partida del vuelo. Ese día estrenamos los famosos retrasos aéreos de Myanmar porque veníamos bien, pero cada 45 minutos nos avisaban que estaba 45 minutos atrasado. El lema de este país era “paciencia”. 

Día 9. Mandalay. Ultima parada

 

Llegamos a Mandalay con bastante retraso, lo que nos obligó a apretar la agenda planificada. El día estaba nublado y la humedad se pegaba al cuerpo. El aire que corría era caliente, así que con o sin monsoon, terminamos empapados.

La primer escala fue Ava, donde nos tomamos una lancha (bah, un bote de madera con motor, cuyo timón era impulsado por uno de los pies). Una vez en el pueblo, la forma más común de recorrerlo era en carro de caballo, es decir que en el lapso de un par de horas, viajamos en avión, auto, barco y caballo. Visitamos el antiguo monasterio y los restos de un palacio. Al contrario que en India que está plagado de “city palace”, acá los reyes que dejaban los palacios, ya sea porque cambiaban de locación o porque fueron reemplazados, los quemaban para que nadie más pudiera usarlos, así que no pudimos ver ninguno edificado. Sin embargo están obstinados en incluirlos en los tours. Ya fuimos a ver un pedazo de la muralla de uno, el jardín que rodeaba el otro, la torre inclinada de otro y el buda sin cabeza de otro más.

Subiendo la colina de Sagaing, un pueblo que alberga una gran cantidad de monasterios, vimos por las ventanas una cantidad de chicos enfundados en las túnicas. Los hombres usan color bordó y las mujeres rosadas. Almorzamos y vimos las vistas.

Para llegar a Mingún tuvimos que hacer un viaje de 1 hora de barco. El embarcadero parecía detenido en otro siglo. En toda esta zona viven familias nómadas, que según cómo se encuentre de subida el agua del río, se van mudando. Las mujeres cargadas con grandes canastos bajaban y subían a los barcos por una angosta tabla de madera, otras enjuagaban y golpeaban la ropa con jabones caseros que forman raspando unos frutos parecidos a las bellotas. Los barcos flotaban en las aguas color té y los campesinos acercaban los bueyes al agua. Estábamos a 400 km de China, por lo que se veían muchos camiones de pequeño porte trayendo mercadería.

Subimos a un templo que quedó inacabado pero que tenía lindas vistas, mientras Alex se quedó hablando con la guía y terminando de conquistar su corazón (terminado el viaje, admito que el guacho lo logró, porque Sofía dijo que en los 7 años que llevaba de guía, nunca le había tocado alguien como él, cada uno que lo interprete lo que quiera).

 

Mandalay no tenia gran cosa. Era la antigua capital del imperio antes de la invasión británica y la segunda ciudad en importancia del país. Aunque la guía nos dijo que vivían 1 millón de personas, en la calle vimos gente y motos que parecían duplicar esa cantidad. Era una ciudad caótica, llena de motos como no vimos en ningún otro lado, bastante sucia, repleta de monjes y con los mejores negocios de tallado de madera.

Hicimos algunas compras y algunos paseos y algunas compras y otros paseos y algunas compras más.

En una de las avenidas, el tráfico hizo detener la fila de autos. El chofer paró, pero de atrás se incrustó una moto en nuestra camioneta. El tipo venía hablando por teléfono. Que garrón, pensamos todos. Al de la moto le sangraba la mano. Todos abajo mirando el choque porque el pibe no podía sacar la moto de abajo del guardabarros. Ahora teníamos que esperar al dueño del auto, nosotros pensando que era para que le pida el seguro ¿qué seguro, si ese hombre de la moto debía vivir con lo puesto?. De repente cayó un amigo del accidentado, y al rato, el dueño del auto con otro amigo. Ya eran 6 en la escena (contando al chofer llamado Conanda y a Sofía, que estaba de testigo). Lo más bizarro de la historia, es que la traffic donde íbamos tuvo que ponerse a discutir con la otra parte cuánto iba a pagarle por el arreglo de la moto. Sí, es así. Aunque el otro venga mamado, hablando por teléfono y se te incruste en el auto cuando estás completamente parado en el semáforo, el grande siempre tiene que pagarle al más chico. Se regatea y cuando se llega a un acuerdo se paga. Por eso se traen amigos para discutir. En el caso nuestro, el chofer tuvo que pagar la mitad de los arreglos de la moto (como 50 dólares) sin comerla ni beberla. Elianne estaba tan compungida que creo que le hubiera dejado todo lo que llevaba encima al pobre chofer.

Intentamos ver el atardecer desde la colina pero estaba nublado, fuimos a la biblioteca más grande del mundo, a conocer el Buda de bronce más grande del mundo (donde Martin tuvo que ponerse un longy para entrar porque aunque se bajaba las bermudas cada vez más igual le decían que no) y al bellísimo monasterio Schwenandau tallado en teca.

Por fin al hotel Red Canal, que nos esperaba con el cartel "Martín Eleta y Party".  Aprovechando que yo era party, me fui a la pile porque había happy hour de tragos y maní picante. 

 

Día 10. Myanmar, final.

 

Los monjes con sus túnicas bordó y naranja formaban parte del paisaje. Descalzos o con ojotas, iban y venían por las calles polvorientas pidiendo comida, participando de la vida cotidiana, sentados en una banqueta leyendo el diario, subidos a una moto, aceptando las ofrendas. Se los veneraba y representaban el auténtico poder de un país profundamente religioso, dando muestra de esto en la rebelión del 2007.

En Myanmar hay 500.000 monjes que sólo se dedican al estudio de la lengua pali, el mismo en el que están escritas las enseñanzas de Buda. Casi el 90% de los birmanos es budista theravada y lo viven de un modo sentido y devocional. Además de Buda, tienen espíritus (o esprtus como decía la guía, y que serían para los católicos las vírgenes o santos), a los que se les lleva ofrendas de todo tipo, especialmente pañuelos, flores, collares y comida. Para todas las pagodas había un cuento, una leyenda, una creencia, muchas se tocaban con las hinduistas. Los budistas tenían algunas normas que debían seguir, como hablar correctamente el birmano, respetar a los mayores, no demostrar inclinaciones sexuales hacia el sexo opuesto (eso a Alex le costaba un poco más). Como cada lugar estaba lleno de templos y pagodas, prácticamente estuvimos más tiempo descalzos que con zapatos.

Casi todos los hombres pasaban por una iniciación para ser monjes como parte de su educación. Alrededor de los 10 años los chicos entraban como novicios en un monasterio (aunque vimos más chicos, pero en general son huérfanos). Ahí eran desprovistos de sus posesiones, se los rapaba y recibían el cuenco para poder pedir la comida.

Los novicios pasaban ahí unos diez días, pero muchos jóvenes decidían quedarse más. Algunos regresaban a sus pueblos o para casarse, y los méritos que hubieran hecho, contarían a su favor. Otros hacían los votos y se quedaban en el monasterio para siempre. Se veía y se percibía el profundo respeto hacia ellos. En primer lugar, porque eran los que se encargaban de difundir las enseñanzas de Buda, y en segundo lugar, porque todos los hombres alguna vez estuvieron en ese mismo lugar. No lo vivían como una carga (como vimos que pasaba con los ortodoxos en Israel), porque la gente sentía que era una oportunidad para ser generosos y ganar méritos a través de la limosna (todo lo que va, vuelve, y todo lo que hagas en tu vida presente influenciará en tu próxima vida). Esta actitud generosa la vimos en todas las ciudades y en la mayoría de la gente. Nuestra guía por ejemplo, fue a dejar plata para alimentar a los perros de la calle (que hay miles), a un almacén que se encargaba de hacerles arroz y darles de comer.

En los monasterios también vivía la mayor parte de los casi 2 millones de chicos huérfanos que quedaron desprotegidos por diversas causas: guerrillas, pobreza, desastres naturales, SIDA (es el segundo país con la mayor cantidad de enfermos del sudeste). Así se garantizaban el alimento, un techo, salud básica y educación, en donde no aprenden NADA que no esté relacionado con las enseñanzas de Buda, es decir que no aprenden ningún oficio, y que cuando deciden dejar el monasterio no tienen ningún otro tipo de educación general.

Fuimos a Amarapura a ver cómo los monjes recibían el alimento que cocinaban los voluntarios con las donaciones recibidas. En el complejo Maha Ganayon Kyaun vivían más de 1000 monjes y novicios y para entrar tenían que dar un examen de ingreso. Quien lo lograba, tenía que hacer un voto para toda la vida. Fue impresionante ver cómo formados en dos filas, esperaban pacientes con su cuenco en la mano hasta que los voluntarios lo llenaran de comida. Después de pasar por las ollas gigantescas, recibían un jabón y un pedazo de fruta.

Las cifras que escuchamos de las donaciones eran estremecedoras (el día que fuimos, en este monasterio llegaron 10 mil dólares aportados por un donante, y por eso iban a comer carne de cerdo). Los templos más importantes, recaudan cientos de miles de dólares al año en donaciones, y miles de niños trabajan 10 horas por día, por un par de dólares.

Para ser monje tenías que cumplir con ciertas condiciones: tener la aprobación de tus padres, no tener deudas, no estar enfermo (SIDA), no ser homosexual (no entiendo, si igual tienen voto de abstinencia). Le pregunté a la guía si había también monjes truchos, que viven en sus casas pero se disfrazan para pedir la comida y me dijo que sí, pero muy pocos.

Después fuimos a conocer el puente de U Bein, que cruza el lago Taungthaman de lado a lado y es el puente de madera de teca más largo del mundo. Las guías y foros aconsejan ir al amanecer o atardecer, pero como teníamos toque de queda desde las 21 hasta las 6 y no se podía salir a la calle sin excepción (hubo varios que lo pagaron con la cárcel), no pudimos hacerlo. La despedida de Sofía fue muy linda y tuvo el gesto de hacernos un regalo a cada uno. A los muchachos una remera (porque además del pantalón, Alex también tenía rota la remera), y a nosotras un mapa de Myanmar en un portarretratos de madera, de esos que regalan las abuelas cuando van a las termas de Río Hondo.

Aeropuerto y despedida. 

Día 11. Samui

 

Las despedidas nunca son agradables. Irnos de Myanmar creo que nos costó a todos, y saber que seguíamos el viaje sin los Saul fue una tristeza. Los primeros días siempre son de acomodamiento mutuo, los tiempos ajenos, las necesidades propias, los humores, los chistes, las charlas, todo iba encajando hasta lograr un equilibrio cómodo, relajado y divertido. Y cuando sentís que el viaje por fin fluye y el otro se te hace imprescindible, llega el momento del abrazo final.

 

Llegamos a  Koh Samui después de acompañarlos a embarcar con miles de bolsos y valijas (algunos look bagayero del Chuy), entre los que se encontraban algunos de nuestros bultos. En el aterrizaje y en medio de la oscuridad, parecía que el avión iba a carretear en la superficie del agua, pero cuando cerré los ojos, sentí que las ruedas tocaban suelo firme. Esta isla es un flash. En el Oso hotel teníamos una habitación “pie en la arena” y una heladera llena de cervezas y Smirnoff ice. Compramos un melón manzana, otra fruta rara que no sabía como se llamaba, y de noche nos animamos a la comida callejera: un pincho de pollo agridulce, un choclo con manteca y un pincho de cerdo a la miel. Cuando pasamos por los insectos fritos, ninguno se animó. Había de todo para hacer: querías uñas nuevas? tenías, querías tatuajes, masajes, putas, ladyboys, pad thai con fideos, peleas de box, tiendas super caras y puestitos con ropa en la calle? Estaba todo al alcance de tu mano y tu billetera. La descripción de una cuadra sería: casa de masajes, negocio de remeras, 7 eleven, masajes, hotel, bar, masajes, bar, negocio de cabecitas de buda, bar, masajes, restaurante. Todo tenía mucha onda y buena música. Había una calle en la que competían los bares poniendo la música al mango y las putas.

Hicimos playa, fiaca, pile, paseo y compras en el super. Martin fue a bucear y yo iba a hacer un paseo al parque natural de Angthong, pero me aconsejaron que no fuera porque era una mala época y el barco se movía mucho. Salía a las 8 am y volvía a las 16.30. Me imaginé nauseosa tirada en la borda y pensé que ésta era la primera de muchas otras venidas, así que me quedé. Me hice masajes, se largó una lluvia torrencial de 10 minutos y me fui a pasear.

Día 12. Otra vez BKK

Últimos dos días en Bangkok. Tratamos de hacer algunos paseos que nos habían quedado colgados. Nos tomamos el barco y fuimos enfrente al templo de Wat Arun, bajo un sol implacable. El verdadero nombre es Wat Arunratchawararam Ratchaworamahavihara, pero andá a decirlo…
Tenía el estilo jemer como los templos de Camboya y estaba decorado con miles de pedazos de porcelanas chinas de colores y caracoles que llevaban los mercaderes en sus barcos. Subimos hasta la última terraza y como era muy empinado, debo confesar que la bajada me dio un cosquilleo estomacal. Pero era un templo digno de ser visto

De ahí fuimos en busca de un restaurante recomendado en la guía, pero era demasiado arriesgado porque estaba en la calle y no tenía tan buena pinta. Fin del día: mercado Chatuchak. Los viernes funcionaba a media máquina, con bastantes negocios cerrados y sin ese movimiento alocado que pudimos ver la vez anterior, pero esta muy recomendable para verlo tranquilo y comprar en los negocios que estaban abiertos (que no eran pocos). A la hora del cierre, miles de puestos con todo tipo de comida se ubicaban alrededor del market que se llenaba de gente local.

Día 13. Bangkok- Maeklong

 

Elegimos una despedida digna del sudeste asiático. Nos levantamos temprano y enfilamos para la central de combis que salían hacia los alrededores. 

Queríamos conocer el mercado de Maeklog, a unos 80 km de la ciudad. En 1905 el tren trazó la ruta pensando que los pobladores se adaptarían a ella, pero el mercado ya funcionaba allí desde hacía años y los lugareños se negaron a cambiarse de lugar. 

Lo que vimos era una escena totalmente delirante: un mercado como otros del sudeste, pero sobre las vías del tren. Cuando se acercaba la hora, el tren tocaba la bocina y en segundos los tienderos movían las frutas, verduras, pescados y demás bichos (algunos a mano, otros a empujones y los más sofisticados con sistemas de rieles). El tren pasaba a centímetros de nuestros pies y por encima de algunas verduras también. Otra vez en segundos, volvían a armar la estructura hasta el siguiente bocinazo y todo seguía su curso: gritos, peces y anguilas retorciéndose en los pequeños baldes, muchos lugareños haciendo sus compras diarias. Era un mercado muy auténtico y nos costó mucho encontrar alguien que supiera hablar inglés.

A unos 6 km estaba el mercado flotante de Amphawa así que aprovechamos para tomarnos un tuk tuk que como todos, iba a mil km por hora en la autopista. El mercado era chico, pero muy poco turístico, lo que lo hacia más atractivo. Funcionaba sólo los fines de semana y la gente iba a comer bichos frescos  Como Martín había amanecido con un malestar, no pudo comer ni las patas crustáceas gigantes, ni las langostas que se apretaban una arriba de la otra en cestas de bambú. El río parecía tener muy poca agua, pero el lugar estaba bastante animado. Otra hora en la combi hasta la ciudad y directo al mercado Chatuchak para ver si podíamos terminar de reventar la valija.

Día 14. Epílogo.

 

Este fue un viaje que incluyó muchos otros. A pesar de estar moviéndonos por el sudeste, los lugares, las vivencias, la gente, fue completamente diferente en cada lugar que estuvimos. Nos emocionamos, nos sorprendimos, nos divertimos y dejamos la puerta abierta para seguir viajando a esta zona. Gracias por estar, por acompañarnos, por las palabras tan lindas que nos mandaron durante el recorrido. 

Nos vemos del otro lado de la orilla infinita. 

Con sede en Madrid.

Begoña me atendió siempre de un modo cálido, personalizado y profesional.

Muy bueno, habitaciones lindas, con vista, piscina en el piso 14 tipo infinita y desayuno impresionante. Conectado por una pasarela al BTS (subte) estación Surasak, lo que le suma miles de puntos. Buen wifi.

 

Mantenete lo más lejos posible. Podes sacar sólo 4 horas a un precio muy alto. El hotel es patético, el desayuno inexistente (aunque lo incluyen) y de aspecto lúgubre y sucio. Sólo para casos de fuerza mayor o si te gusta ser maltratado por sus recepcionistas.

Muy bueno, excelente servicio, habitaciones muy lindas. Está muy bien ubicado, a unas 7 cuadras del mercado nocturno y el la misma cuadra de un shopping y de un supermercado. Buena comida. 

Un lujo, muy señorial. Con desayuno inmejorable. Ubicado a unas tres cuadras de Scott market, en una zona muy pintoresca. A 6 cuadras de la pagoda Sule.

SOLO en los bungalows cerca del río y de recepción. (Tienen una zona de habitaciones más alejada que parecen las barracas de un campo de concentración). Los bungalows son sencillos pero están bien. La zona de la pileta y el parque es hermosa. El desayuno flojo. Cuando sacamos, tenía 4 estrellas, pero cuando llegamos tenia pintadas 3, se ve que se le cayo una en el camino.

El mejor de todos. Bungalows sobre pasarelas de madera en un riacho que está justo en la entrada de los barcos del pueblo. Servicio y decoración espectacular (mezcla de dueños asiáticos y europeos), desayuno muy diferente al resto, con cosas innovadoras. No tiene piscina. Internet lento en habitaciones

Muy buen servicio. Habitaciones diminutas (hicimos un upgrade asi que no se como serían las comunes), teníamos balcón que no podíamos abrir por los mosquitos.  El desayuno era correcto y destacados los licuados de mango. A la tarde invitaban con tragos y snaks. La piscina era chica y el spa descuidado. Internet muy lento.

Divino. Habitación pie en la arena. La playa muy linda de este lado de la isla. Poco servicio. Buen desayuno. Ubicado a unas 5 cuadras del shopping y con muchos locales alrededor. Comida de restaurante muy rica.

Un 10. Variedad de platos y sabores. Imperdible

Fuimos mas que nada por la cercanía con el hotel donde estábamos. Comida thai buena.

Excelente lugar, ambientación y atención. La comida era muy rica pero le faltaba potencia y personalidad.

Es muy conocido en Yangón. Comida deliciosa, algunos platos muy picantes. Vale la pena

Lindas vistas, fuimos porque estaba incluido en el tour. La comida estaba bien y fuimos asesorados para elegir así que estuvo todo muy rico..

Es vegetariano pero muy bueno!. Probamos varios platos y todo estaba increíble. Volvería a tomar el té de jengibre y lima. Destacado.

Restaurante Inle Hoterl VIEW POINT

El restaurante del hotel estaba muy bien puesto, halconeando el río. Los platos son muy pequeños tipo tapas pero muy sabrosos

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