La Orilla Infinita
SAN PEDRO de ATACAMA
SALAR de UYUNI
Julio 2015
Día 1. San Pedro de Atacama
Llegamos al mediodía, al inicio de un feriado nacional chileno. San Pedro era un hormiguero de gente. Por todas partes salían familias, a las que se le sumaban alemanes, franceses, orientales y los que yo llamo sin fronteras y que pueden verse en cualquier parte del mundo con sus rastas, pantalones rayados de lanilla, remera agujereada y mucho chivo (siempre acompañados de un perro).
Antes de caminar el pueblo, nos fuimos a la agencia de viajes recomendada por Lea y Ger que habían estado hacía un mes. Eso nos hizo ganar mucho tiempo porque San Pedro tiene decenas de agencias de turismo, además de bares y restaurantes, casas de cambio y hoteles/campings/hostels. Imagino que los pobladores vivirán adentro de los negocios porque casi no hay casas normales.
Contratamos un tour al Valle de la Luna y caminamos un rato por las calles de San Pedro, la plaza, el cementerio. El pueblo tiene un color uniforme, todas las casas son de adobe o blancas. Son un poco más de 10 cuadras, que no me aportaron ninguna emoción. Quizás por la cantidad de gente, quizás porque lo que más se ve son mochileros que no combinan con la fisonomía del lugar. En San Pedro viven casi 2000 personas de las cuales sólo 400 son atacameños, el resto viene a trabajar del turismo, que no es poco.
Almorzamos en “Las delicias de Carmen” un pastel de choclo y un lomo Pil Pil (ambos tremendos) y nos fuimos al punto de encuentro. La cordillera de Sal (o Valle de la Luna) es impresionante. Las caprichosas formaciones de roca salina se fusionan con la aridez del desierto. Caminamos entre las rocas, escuchamos las vehementes explicaciones de Orlando, nuestro guía, acerca del pleistoceno y la subducción (palabra que utilizó muchísimo) de las placas tectónicas y otras eras geológicas y nos fuimos a ver el atardecer al Valle de la Muerte. Quisimos sacarnos una foto arriba de una roca que sobresalía al abismo, de esas que vimos miles de veces en los dibujos del correcaminos, pero cuando nos acercamos nos dimos cuenta de que había una fila de una cuadra para sacarse la misma foto. Antes me compro la del coyote. Volvimos al pueblo y cenamos en Ckunna un risotto de quinoa y un pastel de locos (el molusco, no el adjetivo). Nos esperaba una cama confortable en el Hotel Terrantai.
Día 2. San Pedro de Atacama- San Pedro de Quemes
Nos vinieron a buscar para trasladarnos a la frontera chilena-boliviana Hito Cajón. A las 9 de la mañana estábamos haciendo la fila para hacer migraciones en una casilla en el medio del desierto, El termómetro marcaba -16 y a pesar del sol rabioso que auguraba un día caluroso, mi esqueleto tenía temblores incontrolables y ya no percibía mis pies. Valerio Flores nos vino a buscar con su 4x4 y una sonrisa de dientes muy blancos, que contrastaba con la piel oscurísima. “Este se blanqueó los dientes” me dijo Martin, pero después me fijé que la mayoría de la gente del lugar tenía los dientes muy blancos. Habrá que empezar a comer llama y quinoa.
Valerio es descendiente de Aymaras y empezó a trabajar desde muy chico. Estuvo 18 años en una mina de estaño donde se especializaba en perforaciones y aunque ya hizo los aportes necesarios para jubilarse, todavía le faltan 8 para poder hacerlo porque tiene 50. Hace 7 años que un amigo de Cochabamba le propuso meterse en el negocio del turismo y se compró la camioneta. Hace un promedio de 3 viajes por mes de 3 o 4 días, pero eso incluye casi todas las navidades y años nuevos. Es un tipo que sabe mucho de política y de historia y como si fuera poco, tiene siempre una sonrisa, una historieta o un chiste para hacerte el viaje más placentero. Le encantan Les Luthiers (se sabe de memoria muchas de sus canciones y frases) y se ríe de cosas tan inocentes, que lo hace todavía más querible.
Apenas a unos minutos de la frontera, entramos a la Reserva Natural Eduardo Avaroa. Empezamos en 4100 msnm y llegamos a los 5000 en el paso del cóndor. Atravesamos el desierto de Dalí, pasamos por la Laguna Blanca, casi pegada la Laguna Verde y paramos en la laguna de Polques, que tiene unas aguas termales. Con el frío que hacía esa mañana (a esa hora ya había bajado a -11) no podía pensar en sacarme las capas de ropa que tenía puestas, pero era una oportunidad única. Sacamos nuestras mallas y nos fuimos a una casilla horrenda y roñosa a cambiarnos. El agua estaba espectacularmente caliente. Yo desde la hora de salida no había podido hacer que mis pies se calienten un poco, pero esto fue la salvación. Estuvimos unos 15/20 minutos adentro de un piletón junto con franceses, rusos y alemanes que entraban y salían como si fuera un día de verano. No teníamos toallas, así que nos secamos con unas remeras que sacamos de la valija. Es una experiencia que vale la pena por más frío que haga.
Seguimos el viaje contentos y Valerio paró en una zona desértica para almorzar. En medio de la inmensidad, con la Laguna Colorada a lo lejos, se subió al techo de la 4x4 y bajó 3 banquitos y una mesa de plástico. Le puso un mantel, sacó unos tupper con unas costillas de res, papas y chauchas hervidas y arroz blanco. La carne estaba fría y dura, pero teníamos hambre.
Cuando continuamos el viaje, Martín se empezó a sentir mal, muy mal. Le agarró el apunamiento y no pudo recomponerse hasta la noche. Me daba mucha lástima verlo así y casi no podía tener abiertos los ojos. Le dolía la cabeza y tenía muchas náuseas. A mi me empezó a latir la cabeza y no se me pasó hasta que no tomé la pastilla del soroche antes de cenar. No le dimos tiempo al cuerpo a acostumbrarse. Habíamos llegado a San Pedro medio día antes (2400msnm) y llegamos a 5000 al día siguiente. Hicimos una parada en el Valle de las Rocas. Una formación interminable de paredón rocoso muy colorado. Caminamos, trepamos un rato y seguimos viaje para llegar antes de las 7pm, que es cuando se sirve la cena.
San Pedro de Quemes es un pueblo a orillas del Salar de Uyuni que está bastante más bajo en altura y eso nos iba a hacer mejor por ser el primer día (3700msnm). Nosotros contratamos el tour con la agencia Creative, que tiene convenio societario con los hoteles Tayka, y son casi los únicos que ofrecen habitaciones con baño privado, luz y calefacción. Estos hoteles son un emprendimiento privado y público y son administrados por las distintas comunidades indígenas de la zona.
Llegamos a las 6 en punto al Tayka de Piedra. La habitación era sencilla, algo descuidada, pero estábamos tan cansados que sólo queríamos una ducha y dormir. Como todo el hotel se calienta con paneles solares, teníamos que bañarnos antes de las 8 porque se terminaba el agua caliente. La calefacción se encendía a partir de las 6 de la tarde y sólo hasta las 10 pm. Imaginar que se puede calentar una habitación grande con un radiador chico y una temperatura exterior bajo cero en 4 horas es un poco naif, así que les pedimos una estufa de apoyo y con eso nos bancamos bien. La cena estaba incluida: sopa de avena, guiso con arroz y flan. Pero comimos más por compromiso que por hambre, porque teníamos el estómago dado vuelta. Sólo le dimos al té de coca. Creo que a la noche nos desmayamos y yo me desperté 9 horas después. El problema es que nos dormimos a las 9 de la noche, así que a la madrugada ya estaba esperando que amanezca.
Día 3. San Pedro de Quemes-Salar de Uyuni
Después de desayunar, nos tomamos un tiempo para recorrer las ruinas de Pueblo Quemado. Un poco más abajo, se encuentra el actual San Pedro, donde viven unas 400 personas. Las casas son de piedra y adobe, pero sin ningún encanto, y sus habitantes sobreviven del cultivo de quinoa y del pastoreo de llamas. Hace unos 3 años el gobierno proveyó de luz eléctrica a todos estos pueblitos que están salpicados en el altiplano y la vida les cambió para siempre. “Por eso ganó otra vez el Evo”, dijo Valerio. Además puso en cada uno una ambulancia con un enfermero que supiera primeros auxilios. Acá, y en todos los pueblos de los valles, la gente se iluminaba con mecheros, no había televisión, ni radio, ni heladeras y se calentaban como podían. De a poco empezaron a traer la luz y los paneles solares. Evo es de Oruro, una ciudad vecina al salar de Uyuni y de hecho, este año vino a festejar el día de los pueblos originarios a la isla Incahuasi. La gente lo quiere y lo apoya, pero acá adentro, bien adentro de las montañas, la ley la imponen las comunidades. Valerio nos mostró un palo a la entrada de uno de los pueblitos, en el que hace unas pocas décadas los jefes de la comunidad tenían la potestad de atar y azotar públicamente a aquellas personas que no se comportaran correctamente (las razones podían ser violencia, robo, adulterio, deshonra a los padres). A puro latigazo, se aseguraban que el diablo saliera por fin de su cuerpo. Aquí, allá y en todas partes…
Las montañas están llenas de minerales que le dan un color característico. Hace algunos años, un tipo empezó a explotar una de esas montañas (que de afuera no dicen nada) y encontró tanta plata (Ag) que se hizo súper millonario. Desde ese momento, durante todo el camino empecé a mirar a cada una de ellas de un modo diferente y pensaba “¿ésta tendrá oro, cobre o estaño?. También hubo gente que lo perdió todo intentando sacar minerales valiosos y después de la inversión, la montaña se rió de ellos.
La entrada al salar por el lado de Quemes no era fastuosa, porque la orilla estaba muy embarrada. De todos modos, cada 5 minutos nos queríamos bajar para estar en contacto con esa masa blanca, uniforme y brillante. El día nos acompañó sin viento y eso ya era una batalla ganada, porque cuando sopla en el salar, no hay barreras que lo detengan (lo comprobamos en la puesta de sol). Paramos en varios lugares y llegamos a la Isla Incahuasi, la más visitada porque tiene cientos de cardones, pájaros y vizcachas. Hicimos la escalada hasta la punta para ver la vista del salar desde todos los ángulos. El reflejo lastimaba los ojos, era de un blanco tan puro e infinito que me hacía lagrimear (o sería la emoción?).
Seguimos unos kilómetros, alejándonos de las otras camionetas que fueron apareciendo después del mediodía. La relación con Valerio ya era de camaradería, nos gustábamos mutuamente porque nos divertíamos, así que por suerte decidió cambiar la musiquita del altiplano de quena y charangos (confieso que le pedí algo de Wendy Sulka, pero se rió y puso algo parecido con voz finita que soportamos pocos minutos), por un compilado de música argentina. En medio del desierto íbamos escuchando a los Fabulosos, Los Cafres y los Enanitos verdes. Cuando él veía que cantábamos, subía el volumen a todo lo que daba. Cuando cada tanto aparecía algún valsecito peruano y empezaban a sonar las guitarras, Valerio de agarraba la cabeza y repetía "me da una rabia como tocan de bien...".
Paró la camioneta en la mitad de la nada, paró la camioneta contra el viento y sacó la mesa y las sillas. El almuerzo lo preparaban antes de salir de los hoteles, así que a la hora de sentarnos, ya estaba todo muy frío. Para los que nos gusta comer salado, es insuperable la posibilidad de agacharse y deshacer una piedrita de sal sobre la comida.
Antes de llegar a Tahua, que era el hotel de sal donde íbamos a pasar la noche, recorrimos otros pueblitos que rodean al volcán Thunupa, de una belleza indescriptible. A medida que cambiaba la luz, los tonos naranjas y verdes de la montaña se hacían cada vez más pronunciados. En Coquesa fuimos a visitar una chullpa que conservaba momias de toda una familia. Alrededor de toda esa zona montañosa, se han encontrado momias muy bien conservadas, con sus vasijas y ropas.
Para completar la visita, Valerio nos llevó a un museo improvisado de un tal Santos, que empezó a coleccionar cosas que encontraba en la zona: flechas, piedras con formas raras, vasijas, y animales disecados por él mismo. Todo lo mostraba con tanto orgullo que no podíamos ni reírnos. Era muy bizarro.
Ya en el hotel (Tayka de Sal), decidí dar una vuelta por el pueblo de Tahua para ver un poco la gente, aprovechando que era domingo. Volví rápido porque nos íbamos a ver el atardecer al medio del salar y llegamos justo a tiempo. El viento empujaba tanto, que a veces no podía quedarme parada en el mismo lugar, pero cualquier cosa quedaba compensada al lado de semejante espectáculo.
Pocas veces se puede experimentar la sensación casi infantil de transformarse en una interminable línea negra, justo cuando el sol en su caída, proyecta las sombras hasta el infinito, convirtiendo en gigantesco al más pequeño obstáculo que encuentra a su paso.
La inmensidad se extendía hacia todos los puntos cardinales y el reflejo brillante se iba transformando en colores y sombras hasta apagarse lentamente. Volvimos al hotel helados y adentro de la habitación seguimos igual. Esta vez no tenían estufa para darnos, y sacar un brazo de adentro de la frazada era sólo para valientes. Dormimos lo que pudimos.
Día 4. Salar de Uyuni- Desierto Siloli
La belleza es inasible y absolutamente subjetiva. Cada uno tiene sensaciones diferentes y siente sus propios temblores emotivos, que lo sacuden y le dan una pequeña vibración de calor adentro del cuerpo, aunque afuera el aire esté congelado. Y esa sensación pide más, es casi adictiva. La mirada busca otro foco, otro abrazo de la naturaleza que logre generar esa conmoción y a la vez, que te abrigue y te haga sentir parte de este mundo inabarcable. El desierto blanco produce ese estremecimiento. Es majestuoso y a la vez minimalista. Lo tiene todo y no tiene nada.
Estábamos a 3700 msnm, pero esa noche nos tocaba dormir en el Tayka del Desierto, a 4300. Nuestro cuerpo ya se había acostumbrado, pero se agitaba con menor esfuerzo. Lo más importante era que los dolores de cabeza o malestares habían desaparecido. Atravesamos el salar rumbo a Uyuni, porque teníamos que cancelar la deuda con la agencia y aprovechamos unos minutos para conectarnos con el mundo exterior bajando el diario y chateando por Wtsp. Pateamos el pueblo que es el punto de partida de miles de mochileros. Valerio divide a los turistas entre los que van a los hoteles divertidos (junto a sus choferes que también son distintos) y los que van a hoteles con baño privado (que seremos nosotros, los aburridos), y a cuyos choferes conoce. Los refugios donde van los “divertidos”, tienen mínimo 6 camas por habitación y un baño compartido para todas las habitaciones. Pasamos por algunos que tenían los vidrios rotos y vimos varias botellas de vino y cerveza en una esquina. Valerio nos dijo que el vino y la altura son malos amigos y que siempre dejan resaca durante horas. Yo ya había leído en los foros historias horribles de los choferes y sus borracheras.
Volviendo a Uyuni, es un pueblo grande, con más de 20 mil habitantes, tiene una peatonal, la iglesia, muchos negocios de artesanías bolivianas y un cine 3D (no es genial?). Mientras nuestro chofer cargaba nafta, nos dio para recorrer el centro y a la hora nos pasó a buscar para ir al cementerio de trenes. Lamentablemente se le había ocurrido la misma idea a todos los choferes, así que éramos muchísimos turistas tratando de trepar a los vagones viejos y oxidados en medio de un paisaje tremendamente árido. Cerca de allí, Butch Cassidy y Sundance Kid fueron atrapados después de un asalto fallido a la carga de oro y plata de uno de esos trenes.
De ahí recorrimos todas las lagunas altiplánicas: Cañapa, Chiar-Khota, Honda, Ramaditas y la más impresionante que fue la Hedionda. No por el olor a azufre que le da su nombre, sino por la cantidad de flamencos andinos que habitan en su orilla.
De vuelta a la ruta, se nos había hecho tarde para el pic nic escenográfico, así que paramos en medio de la nada y comimos rapidito. Después, sólo paramos para ver algunas formaciones del Valle de Rocas.
Valerio nos jodía con una frase que había escuchado en la radio mientras iba viajando cerca de la frontera con Argentina y repetía “de qué te preocupás, déjate de joder, viví la vida”, imitando el tono porteño para terminar en una tremenda carcajada.
El hotel quedaba en el desierto mismo, a unos 3 o 4 kilómetros de la frontera con Chile. Una frontera sin frontera. No hay guardias, ni ninguna otra seguridad. Los narcos van y vienen en grandes camionetas llevando la coca. En medio del desierto vimos autos abandonados, que seguramente habían sido robados y que los tipos van cambiando a medida que avanzan hacia la línea fronteriza.
Llegamos a las 6 de la tarde, como siempre. El Tayka del desierto es el más lindo de los 3 hoteles que estuvimos. Nos dieron una estufa y con eso ya me hicieron feliz. Nos chusmeó Valerio que uno de los recepcionistas de ese hotel (todos los que trabajan son de los pueblos originarios), apareció un día con un ojo morado. Nunca quiso confesar qué le había pasado, pero los muchachos lo jodían y le recitaban:
“cuatro ojos me miraban cuando te conocí, reina mía, dos eran tus bellos ojos claros en los que se reflejaba mi rostro moreno, y los otros dos… eran los de tu marido”.
Día 5. Desierto Siloli- San Pedro
Nos tocaba levantarnos temprano, porque a la 1 teníamos que hacer el intercambio de camionetas en la frontera y nos quedaba mucho para ver. A las 7 quedamos en desayunar con Valerio, para arrancar 7.30. Durante los 3 días desayuné lo mismo: té de coca, yogur con trigo inflado, queque (budín dulce) y un huevo revuelto. Pasando por la Laguna de Cachi (salada), la primer parada fueron los Géiser de Sol de Mañana. Es un paisaje que sólo podría imaginarlo en alguna película de ciencia ficción. Los cráteres hierven y salpican arcillas de diferentes colores. Solo se escucha el ruido de las burbujas cuando explotan y vuelven a fundirse en ese líquido espeso gris, naranja o beige. Las fumarolas despiden un olor a azufre que queda suspendido en los 4000 metros de altura. Caminando entre los cráteres me di un resbalón y me llené el pantalón y la zapatilla de arcilla, así que tuve que alejarme unos metros para limpiarme con nieve. Así es, a sólo unos metros de la tierra que hierve con toda su furia, hay partes nevadas. Hubiera querido quedarme ahí muchas horas porque no es un paisaje estático, sino que está en constante movimiento, mostrando toda la energía que quiere salir de adentro de la tierra, pero teníamos que llegar a las lagunas que habíamos visto sólo de lejos.
Pasamos por el árbol de piedra, una de esas formaciones rocosas que se hacen famosas por asemejarse a algo conocido para el hombre, pero que son una porquería. Igual hicimos la foto oficial. La primera en aparecer fue la laguna blanca, completamente congelada. En la orilla, como si posaran para nosotros, algunas vicuñas levantaban el cogote para ver quién interrumpía el silencio de la mañana. Le siguió la laguna verde. Cuando hay viento las aguas se mezclan y la dejan ver en todo su esplendor, pero era todavía muy temprano, y a pesar del viento que se había levantado, no había logrado descongelarse del todo. Es una laguna salada y el color se lo dan los minerales (magnesio, calcio, plomo y arsénico).
Atravesamos un desierto uniforme y casi sin huellas hasta llegar a la laguna Colorada. Todavía quedaban algunos flamencos andinos comiendo las algas que le dan el color al agua, pero Valerio nos dijo que en verano hay miles, y que la laguna ya no se ve colorada sino rosada por el tono de las aves. Hacía un frío tremendo y más que nada un viento a prueba de cualquier abrigo. Estábamos con poco tiempo para llegar a la frontera, así que el picnic planificado en el Valle de las Rocas fue reemplazado por un almuerzo en la casilla fronteriza y después de repasar las frases más emblemáticas, nos dimos unos abrazos y nos despedimos hasta la próxima. Porque va a haber próxima.
Me puse a pensar en la cantidad de veces que Valerio, o cualquier guía como él, hacen el mismo recorrido. Lo relacioné con una obra de teatro, donde todas las noches se repite el mismo parlamento y sólo va cambiando el público. En definitiva somos nosotros, los turistas, los que vemos con envidia lo que ellos hacen diariamente, pero para los que están del otro lado, es un laburo más.
Nuestro contacto chileno ya estaba esperando y llegamos a San Pedro a eso de las 3pm. Nos tomamos la tarde para recorrer los negocios y ver si había algo para llevar de regalo. Nadie de la familia califica para usar pantalones o pulovers con llamas y collas, así que volvimos con las manos vacías.
Cenamos temprano en Adobe unas quesadillas, champiñones pil pil y camarones pil pil. No se si me estaré volviendo vieja, pero el cilantro me molesta cada vez un poco menos.
Antes de ir a Bolivia, habíamos contratado el tour astronómico del francés (Space,) así que fuimos al punto de encuentro y nos llevaron a unos 15 minutos de San Pedro. El cielo mostraba la Vía Láctea en todo su esplendor. Nos tuvieron media hora a la intemperie (y parados) mostrándonos algunas estrellas y planetas con un puntero láser, “acá esta la cola de Escorpio, acá las patas de Leo, acá la tetera de Sagitario”, me parecía todo medio chanta porque además de cada una de las constelaciones se veía solo un pedacito. Nosotros teníamos encima cientos de kilómetros y el paso de una frontera. Después de la explicaciones, nos llevaron a unos metros donde había instalados 10 o 12 telescopios que enfocaban distintas cosas: la luna, una nebulosa, Saturno, y otras estrellas. La verdad es que no me impresionó tanto, y como nos moríamos de cansancio, decidimos escabullirnos en el micro del turno anterior, sin esperar la ceremonia del chocolate caliente y las respuestas a las dudas que nos habían quedado. Lo más positivo fue que nos mostraron un programa que se llama Google Sky. Tienen que bajarlo y apuntar al cielo y va marcando las diferentes constelaciones, (y para Martín también el puntero laser que ya “lo necesita”).
Día 6. San Pedro
Nos pasaron a buscar a las 5 am para ir a los géiser del Tatio. Tenía que ser a esa hora porque a las 3 de la tarde ya no sale la fumarola. El lugar es asombroso, es lo que más te conecta con lo que está pasando abajo de tus pies. La tierra vibra, habla, cruje, ebulle, deja huellas indelebles. El frío era cruel. Yo fui bastante preparada y un poco más abrigada que en Bolivia porque nunca habíamos salido tan temprano. En un momento dejé de sentir los dedos de la mano. Me dolían de un modo que pensé que se me iban a cristalizar y romper en pedazos. Cada rato me acercaba a una fumarola para calentarlas un poco, pero los guantes quedaban húmedos y al rato se volvían a congelar. El termómetro decía -9, pero a mi me parecía que estaba en Siberia un día de invierno. Encima el guía se tomaba su tiempo para explicarnos los detalles de las rocas, el magma y la corteza terrestre, que eran súper interesantes pero el cuerpo pedía clemencia.
De camino paramos a ver unas vizcachas que son como conejos con cola de ardilla y después en un pueblo de sólo 3 familias llamado Machuca, que hoy vive del turismo y de la venta de empanadas de queso de cabra, tortas fritas (que acá se llaman sopaipillas) y brochetes de llama, que fue lo único que probamos.
Volvimos a San Pedro, parando en lugares maravillosos para ver las aves (una idéntica al pato Lucas) y después de comernos una pizza en “El charrúa”, alquilamos unas bicis y nos hicimos un paseo hasta la Garganta del Diablo, a 15 km del hotel. Para llegar tuvimos que atravesar algunos riachuelos y otros puentes endebles, pero el lugar era hermoso. Sólo se escuchaba el silbido suave de las ruedas de las bicicletas y el resto era un silencio conmovedor. Entre los cerros que cambiaban de formas y colores, se esconde una quebrada, por la que a veces teníamos que pasar agachados. A la vuelta, fuimos a visitar el Pukará de Quitor, un fuerte construido en el siglo XII para frenar la expansión de los Aymaras. El pueblo está un poco más abajo, con las casas de piedra bastante bien conservadas. Nosotros estábamos más encantados con las vistas. El cansancio ya se hacía notar, porque nos habíamos levantado 4.30, así que volvimos al hotel a sacarnos la tierra, descansar y relajarnos con un pisco de la casa. A la noche cenamos en Estaka (del mismo dueño que Adobe, el Blanco y La Casona) un curry de pollo y un lomo con salsa muy buenos.
Día 7. San pedro- La Habana
Último día en San Pedro. Teníamos que dejar la habitación a las 11 y nos pasaban a buscar a las 14.30 para ir al aeropuerto. El pueblo no daba para dar vueltas tantas horas, así que volvimos a alquilar bicis para ir hasta el Valle de la Muerte. La que quedó muerta fui yo. Ya venía con los dolores de traste pertinentes del día anterior y la ida fue casi toda en subida. Llegamos hasta la duna donde la gente va a hacer sandboard (con tablas y botas de snowboard), y volvimos con las zapatillas repletas de arena.
No teníamos mucho tiempo, pero quisimos probar un restaurante donde hacían comida fusión. Se llama Baltinache y proponen un menú fijo de comida novoandina. Comimos de entrada una empanada de carne enorme y champiñones rellenos con longaniza de ciervo. El segundo plato era brochete de guanaco en salsa rica rica (que es una especia aromática de la zona) y un roll de pollo con queso philadelphia y quinoa con frangollo (acá trigo burgol) y de postre un helado de limón con miel y un tiramisú de papa morada con arándanos. Nos tomamos algunos piscos de chañar que es una frutita que crece en un arbusto y la dejan macerar. La verdad es que fue la mejor comida y la más rara. Confieso que me costó tragar lo que restaba de la brochete de guanaco cuando Martín me dijo “este no escupe más”…
Nos fuimos rápido al hotel porque era la hora en la que nos pasarían a buscar y el transfer ya había pasado. Nos dejaron un papelito que decía mas o menos “lola, hubieran estado”, así que después de varias discusiones y la gran ayuda de la gente del hotel, logramos que venga otra compañía. El chofer me cayó mal de entrada. A los 10 minutos de agarrar la ruta, que a ambos costados gozaba de una vista espectacular del abismo cordillerano, se empezó a ladear hacia el medio. Lo vi prender el aire, meterse varios chicles y zamarrearse el pelo compulsivamente. El miedo me empezó cuando abrió la lata de Red Bull. Le avisé a Martín que estaba de lo más feliz escuchando música, se sacó los auriculares, y le dio charla durante toda la hora que duró el viaje al aeropuerto de Calama. El tipo le contó que él no era chofer, sino que era contador, pero a los 5 minutos le dijo que era ingeniero y a la media hora que era químico. Llegamos sanos y salvos. El resto del día lo pasamos en aeropuertos varios.
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