La Orilla Infinita
Polonia
Julio 2016
Días previos, ver Paris
Tener raíces es quizás una de las necesidades mas importantes y menos reconocidas del alma humana…para dar, hay que poseer; y no poseemos otra vida, ni otra savia vital que los tesoros acumulados del pasado, digeridos, asimilados y recreados por nosotros mismos. De todas las necesidades del alma humana, ninguna es mas vital que la del pasado.
Simone Veil
La decisión de este viaje me costó un tiempo. Mi abuela logró imponerle a toda la familia la rabia y el resentimiento que masticó durante años. De un tiempo en que dejó la calle Elektoralna, su familia, sus amigos y un gran amor.
Día 6. Varsovia
Nuestro viaje a Polonia aplicó a la perfección el refrán “lo barato, sale caro”. Compramos un pasaje low cost por la aerolínea polaca Wizz Air que salía de un aeropuerto alejado de Paris llamado Beauvais-Tille. Investigué un poco y pensé que nos tomábamos un tren y listo, pero la cosa no era tan fácil porque había que sumarle otros dos taxis y a mí solita cargando las valijas ya que Martín portaba sus muletas. Resumiendo, el Uber salió caro, llegamos sin hacer el check in previo (por lo que nos cobraron extra), teníamos una valija más grande de lo permitido (por lo debimos poner otro poco más), y si a eso le sumábamos lo tarde que salió y el maltrato de los franceses (que en esa zona parecía agudizarse), terminamos poniéndonos de mal humor.
El aeropuerto de Varsovia era muy moderno y migraciones resultó ágil, el único problema fue que no la tenían clara con el tema de las visas porque habían cambiado las normas por seguridad y la Argentina no figuraba en su lista de países conocidos. Llamamos a un Uber (que en Polonia parecía funcionar de maravillas) y apareció un auto rojo con una mujer un poco mayor que nosotros, con la que me hubiera quedado charlando varias horas. Era como yo, una viajera empedernida. El motivo por el que tenía ese trabajo era para poder dejarlo apenas juntara unos pesos para tomarse otro avión. En medio del trayecto, nos preguntó si esa era nuestra primera visita al país "¿cómo se les ocurrió venir a un destino tan poco frecuente para un argentino?. ¿Es por la visita del Papa Francisco?" preguntó con cierta lógica. Martín le contó que mi familia era polaca, pero que habían dejado el país para ir a vivir a Buenos Aires antes de la guerra. La mina me miró por el espejo retrovisor y me dijo “ah, venís a buscar tus raíces”. Miré por la ventana y supe que no era la única. Que miles de personas deben haber viajado buscando lo que les pertenecía y les fue arrebatado.
Me concentré en la ciudad hasta que llegamos al hotel, más que nada para no ponerme a llorar. Mientras disimulaba mi emoción, la mujer nos informaba que desde ese día hasta que nos fuéramos, se iba a hacer la Jornada Mundial de la Juventud Católica y que esperaban un millón y medio de fieles que venían a escuchar el mensaje del Papa argentino. Ya habíamos visto en el aeropuerto decenas de grupos de pibes con remeras del mismo club eclesiástico. Si lo hubiéramos sabido, armábamos el viaje al revés.
Nos quedamos en el Sofitel Victoria, que era un antiguo palacio construido en el siglo XVII, completamente incendiado en el 39 y reconstruido en el ’61. La historia de casi todos los edificios más emblemáticos de la ciudad empezaba y terminaba igual (o peor) que este.
Llegamos a las 6 de la tarde, habiendo salido del hotel de París a las 8.30 con un vuelo de 2.30 horas. Nos acomodamos y fuimos a caminar por el casco antiguo o Stare Miasto.
Es raro contar algo acerca de una ciudad que es más nueva que Buenos Aires. Si uno no lo supiera, Varsovia parecería tener el casco histórico intacto desde su fundación en el siglo 13. Pero si no me dejaba encantar y todo el tiempo hubiera estado pensando que era como ver una buena copia de un cuadro, hubiese sentido cierta frustración, así que me dejé seducir por su aire medieval.
El Stare Miasto fue destruido en su totalidad durante la guerra y reconstruido como una réplica exacta. La primera fase (1953), se llevó a cabo empleando los propios escombros y siguiendo como modelo antiguas pinturas y trabajos de arquitectos y artistas previos a la guerra, siempre bajo la supervisión del entonces recién impuesto gobierno comunista. De hecho, el proceso de reconstrucción de Varsovia enfrentó a aquellos partidarios de construir una nueva ciudad siguiendo los patrones comunistas y quienes abogaban por reconstruirla como antes. Finalmente se llegó a un punto medio.
Todo lo que pasó en Polonia dejó una huella y si uno camina por las callecitas adyacentes, puede ver algún pequeño vestigio que ganó la batalla.
Llegamos hasta la plaza del mercado (Rynek Starego Miasta). Este área de la ciudad vieja era de los Duques de Mazovia, donde tenían su castillo rodeado de enormes murallas. En la plaza central se celebraban fiestas y estaba el mercado, coronado por la estatua de Sirenka. Según la leyenda, una sirena llegó a las costas del río Vístula. Los marineros seducidos por sus encantos perdían su pesca, hasta que un mercader logró atraparla. La sirena prometió que si la liberaban, protegería la ciudad para siempre. Ahí anda, con su escudo y su espada, habiendo sido testigo de una de las destrucciones más horrendas de la historia y cargando en su consciencia millones de muertes injustas.
Yo había visto las fotos de esta plaza antes de que fuera destruida, cuando el mercado emanaba olor a pescado y los gritos de los feriantes invitaban a la gente a acercarse a sus puestos. Me imaginaba a mi abuela de la mano de su madre eligiendo la fruta o el pan, ya que su casa no estaba muy lejos de la zona.
Varsovia en 1910
Caminamos por las calles empedradas y me compré un rollo de azúcar con canela, rico pero un poco seco, y sin querer queriendo nos topamos con el museo de Marie Curie que pensamos que a esa hora estaría cerrado. Una señora de cachetes colorados se asomó a la puerta en ese instante y aprovechamos para preguntarle si podíamos entrar. Le regalé el resto del rollo de canela y estoy segura de que le alegré el día. El museo era la casa donde vivió en su infancia y tenía fotos y algunos objetos de su pertenencia. No valía mucho, pero era como hacerle un homenaje a quien creó parte de la profesión de Martín.
Cenamos en un restaurante (que nos recomendaron en una enoteca) llamado U Fukiera, en medio de la Plaza del Mercado. Apenas nos acomodaron en una mesa que balconeaba el hermoso espacio, se sentó a unos pocos metros un hombre mayor con una guitarra, decidido a no parar de cantar. Tenía un cancionero interminable como el de los campamentos, pero con un repertorio típico polaco del tipo ia-ia-iooo. Con el cansancio que teníamos del viaje, con gusto le hubiéramos tirado algo contundente para que se retire aunque sea hacia el costado, pero la gente estaba contenta y lo aplaudía, así que el viejo se cebaba más. Cuando derrotados pedimos la cuenta, guardó su instrumento y se mandó mudar.
Día 7. Varsovia
La primera visita de Varsovia fue al museo POLIN (que es como llamaban los judíos a Polonia), dedicado a los 1000 años de la vida de los judíos en este país. El edificio era moderno y luminoso y fue construido sobre el mismo predio donde se encontraba el Judenrat, el consejo judío que gobernaba el gueto por orden de los alemanes. La muestra me conectó con la vida de mis abuelos en su forma más cotidiana: qué comían, cómo se vestían, qué leían, o qué música escuchaban. Me imaginaba sus conflictos entre ser y pertenecer a una familia religiosa, con una comunidad que se abría cada vez más y que los seducía para salir de los “shtetl” o pueblos en los que vivían.
Todo el recorrido iba sucediendo de un modo interactivo, al mismo tiempo que se iban transitando cronológicamente los hechos históricos.
En 1573 Polonia fue el primer país en establecer la libertad de culto religioso, dando asilo a muchos judíos que habían sido expulsados de otros lugares. Antes de la invasión nazi vivían más de 3 millones de polacos judíos y después de la guerra solo quedaron 300.000. Con la llegada de los soviéticos, los judíos pensaban recuperar las propiedades que les habían sido usurpadas, pero ante la firme negativa e inducidos por una renovada violencia antisemita, muchos decidieron empezar una nueva vida en Palestina. Los soviéticos les daban entonces un pasaporte sólo de salida, retirándoles la ciudadanía.
Después de la Guerra de los Seis Días de Israel (1968), el gobierno polaco lanzó una campaña antisionista, adjudicándoles a los judíos la responsabilidad de las masivas protestas contra el sistema comunista y acusándolos de ser aliados de los imperialistas. Esto provocó una nueva huida de Polonia. En unos años, quedaron menos de 5000 polacos judíos.
El museo era muy didáctico y tenía en su interior la reconstrucción de una estación de tren, una calle típica del barrio judío, una casa, un cine, las decenas de diarios que se editaban en idish. Era la memoria hecha de situaciones cotidianas, sin efectismos en casi ningún objeto. Las fotos más dolorosas, las de la destrucción del gueto de Varsovia tomadas por los propios nazis o las de los crematorios de Auschwitz realizadas secretamente por miembros del Sonderkommando y enviadas a la resistencia polaca (en un tubo de pasta dentífrica), eran tan chicas que podrían pasar desapercibidas. Sin embargo, una vez que las había visto, fue imposible sacarlas de mi cabeza.
Supongo que a los organizadores del museo les debe haber sido muy difícil encarar un discurso que no fuera ofensivo, sin contar los capítulos más desagradables de la larga y conflictiva coexistencia entre la comunidad judía polaca y la mayoritaria católica, de gran tradición antisemita. Algunos comentarios (muy pocos) se hacían respecto de la connivencia de los polacos siendo testigos del horror que se vivía al otro lado de sus casas. “Pocos arriesgaron sus vidas, algunos denunciaron a los judíos o los asesinaron ellos mismos”, “la mayoría permaneció indiferente a sus sufrimientos”. Muy polite para lo que uno sabe. Y uno sabe mucho.
Uber mediante, nos fuimos a conocer el Palacio de Kultura, un regalito que le hicieron los rusos a los polacos y que ellos lo veían como un símbolo de la dominación. Mucho se discutió acerca de su demolición después de la retirada soviética, pero ahí estaba, como una marca férrea de la historia. Subimos hasta el último piso para apreciar la vista de Varsovia que no valía mucho, pero desde donde pudimos divisar un shopping justo enfrente. Nuestro objetivo: conseguir copas de cristal. Con los paquetes en la mano y repitiendo la secuencia de todos los viajes que hacemos juntos, me asaltó la preocupación de resolver cómo cargaríamos todo lo adquirido. Dejamos las cajas en el hotel para ir hacer el Camino Real, el mismo que hacían los reyes cuando salían del castillo para ir a alguno de sus palacios de verano.
La ruta se iniciaba frente al Palacio Real en la plaza Zamkowy, seguía por la calle Krakowskie Przedmiescie (anda a leerlo rápido, me llevó un rato transcribirlo), pasaba por varias iglesias (la de la Asunción de la Virgen María, la Iglesia de la Santa Cruz, la de San José), por monumentos importantes (al príncipe Poniatowski y a Copérnico), cruzaba la Academia de Bellas Artes, la Universidad de Varsovia, la Antigua Biblioteca Universitaria y el Palacio Presidencial. La calle Mundo Nuevo (Nowy Swiat) tenía grandes tiendas, cafés y era de las más elegantes de la ciudad. La ruta terminaba en los Palacios de Verano Lazienki y Wilanow.
Volvimos caminando hasta hasta el casco antiguo, donde cenamos en el restaurante Senator unos pierogui de carne con hongos y pato con remolachas y papas. Los paseos de noche por el casco antiguo estaban llenos de músicos y artistas callejeros. En la plaza frente al Palacio Real lo único que logró sobrevivir fue la columna original de Zygmunta III, en honor a uno de los reyes de Polonia. Lo que a Martín le podría parecer un nombre ilegible y difícil de pronunciar, a mi me resultaba familiar, porque mi tío abuelo se llamaba igual.
Día 8. Varsovia
Empezamos el día con un buen desayuno y nos fuimos a ver la calle donde vivía mi abuela. Lo único que sabía era que eran los primeros números de la calle Elektoralna. Nada más. Nos tomamos un Uber, que nos esperó para que camináramos unas cuadras. Toda esa zona reconstruida parecía más nueva y no tenía ningún encanto. Me sentí desorientada, hubiera querido saber el número de puerta, dónde quedaba su escuela o en qué plaza jugaba. Fue lindo y emocionante. En este viaje lamenté muchas veces no poder contarles, preguntarles, mostrarles los lugares a los que ellos nuca más quisieron volver ni nombrar. Me hubieran pronunciado tan fácil los nombres que para mi eran una interminable maraña de consonantes.
Cuando volví, mientras le contaba a mi madre por dónde habíamos caminado, recordó que era el número 8. Así de caprichosos son los hilos que tejen la memoria.
El auto nos dejó cerca de lo que quedaba del gueto y su muro. Esa zona en realidad fue el barrio judío mientras estuvieron encerrados. El verdadero, el que conocieron mis abuelos, se encontraba en las inmediaciones de Franciszkanska y Nalewki, que eran las principales calles comerciales. Ahí se hablaba en yidish, los carteles estaban escritos en el mismo idioma, tenían sus artesanos y pequeñas fábricas y era uno de los distritos más poblados de Europa antes de la guerra, porque Varsovia tenía la comunidad judía más grande del mundo.
Del gueto sólo quedaba una casa muy destruida en la calle Prozna, que se veía mejor desde la parte de atrás.
Ese día me di cuenta que somos capaces de reacomodarnos ante cualquier situación, por más atroz que sea. Lo digo desde mi propia historia en Argentina, en la que pasamos también por un genocidio y donde nos adecuamos constantemente a las marchas y contramarchas de nuestros gobiernos que nos obligaban (y aún nos obligan) a ser dúctiles y comprensivos.
Con la ocupación alemana, comenzaron a regir nuevas normas para los polacos judíos. La primera fue el uso obligatorio de los brazaletes. Le siguió el bloqueo de las cuentas bancarias, los encarcelamientos, golpizas, le cortaban la barba a los religiosos, rompían los vidrios de los negocios. En octubre de 1940, las autoridades alemanas anunciaron un decreto fijando un mapa que les asignaba un sector determinado . En un mes, tenían que trasladarse a una zona completamente aislada del resto de la ciudad, delimitada por un muro de ladrillos. La constante vigilancia impedía la comunicación entre el gueto y el resto de la ciudad.
Cada vez entraba menos comida y las tasas de mortalidad aumentaban. Con la inclusión de judíos de las ciudades vecinas, el gueto llegó a tener más de 400.000 personas en el mismo espacio físico. Se las ingeniaban para seguir manteniendo las tradiciones y la cultura.
El gueto fue casi liquidado en 1942 cuando deportaron a 300 mil habitantes al campo de Treblinka.
La segunda oleada de deportaciones debía iniciarse en enero del 43, pero los judíos rechazaron las órdenes de reunirse en las zonas asignadas y empezaron a ocultarse para evitar la deportación. Cuando los 70000 polacos judíos restantes debían ser deportados, las SS tuvieron que enfrentarse a una resistencia armada que duró cuatro semanas. Muchos de los judíos se suicidaron antes de ser apresados por los alemanes, y otros fueron asesinados cuando intentaban escapar. La posterior venganza de Hitler fue implacable tanto en víctimas humanas como materiales. La ciudad fue absolutamente arrasada. Cada edificio destruido con explosivos y lanzallamas. A principios de 1945, ya había sido devastado el 85% de Varsovia. Prácticamente todos los sobrevivientes habían perdido sus propiedades. Todavía hoy la ciudad reclama a Alemania una indemnización nunca pagada, por daños materiales y morales.
Habíamos leído que los restos de la pared del gueto estaban sobre la calle Sienna 55 y nos fuimos caminando hasta ahí bajo un sol inclemente. El número de puerta existía pero no había ninguna pared, sino un liceo/colegio muy prolijo con su reja y su puertita. Le pregunté a un señor que bajaba mercadería si sabia dónde estaba la pared del gueto. Dejó el cajón en la vereda, cruzó con nosotros y nos abrió la puerta del liceo señalando algo al fondo. Ahí vimos que asomaba hacia un costado unos pocos metros de la pared de ladrillo, como si fuera el muro lindero entre una casa y otra con la diferencia que tenía una placa conmemorativa. Así de simple, al costado del colegio una pila de ladrillos que les exhibía a esos niños el horror de la historia.
Nuevamente a la Stare Miasto, para ver si podíamos verla sin nubes. Caminamos un poco para despojar las emociones, nos sentamos a tomar una cerveza y un Aperol y volvimos por el camino real. Todo estaba repleto de gente (o eso es lo que pensaba hasta que llegamos a Cracovia). Fuimos un rato a la pile del hotel antes de salir a cenar.
El restaurante Kuznia Smaku quedaba a la vuelta del Sofitel y lo elegimos sólo por su proximidad. Tenía un toque francés y judío. Pedimos pieroguis de papa y queso con cebollita, pato con frambuesas y una creme brulee mas rica que la que pedí en París. Altamente recomendable.
Día 9. Chelm- Uchanie- Zamosc
Queríamos salir temprano porque nos separaban unos 300 km de Uchanie, el pueblo donde nació mi abuelo. Con una valija más en nuestro haber por culpa de las copas, nos fuimos al aeropuerto a buscar el auto de alquiler. Eso nos sacó mucho tiempo, pero a las 11 estábamos en camino. Habíamos leído que era muy peligroso manejar en las rutas de Polonia, por los radares, por la policía y porque no respetaban las reglas así como las conocemos nosotros. Yo soy una convencida de que los carteles te dan cierta idea de lo que se puede o no en cada país, pero después hay que aplicar el tan famoso “donde fueres, haz lo que vieres”, estar alerta y aprender sobre la marcha. Pero la realidad es que iba un poco más asustada que relajada. Como no íbamos a una ciudad importante, la mayoría de las rutas eran de una sola mano, donde teníamos largas esperas por un tractor, muchos camiones y hasta una señora en silla de ruedas que iba de un pueblo al otro. Atravesamos poblados diminutos, campos y bosques. Un poco me daba por lagrimear. Los campos estaban sembrados de trigo y su color contrastaba con las casas de madera oscura con techos de teja. La mayoría tenía sus gallinas y una vaca, como si se tratara de un perro guardián. Paramos para ver los enormes nidos de cigüeña y abrimos las ventanas para impregnarnos un poco del aire campestre.
La primera parada la hicimos en Chelm, un pueblo a 35 km de Uchanie que antes de la Segunda Guerra tenía una población de más de 15 mil polacos judíos. Mi abuelo siempre decía que los habitantes de Chelm eran muy tontos, quizás inspirado en los cuentos escritos por el genial Bashevis Singer. Bajamos en la plaza principal, que tenía la misma estructura de todas las plazas empedradas de todos los pueblos de Polonia, con la diferencia que en este había dos locales de kebab. Nos pedimos dos y comimos a la sombra de un árbol, bajo la mirada curiosa de los pobladores que no entendían de dónde habían salido dos turistas interesados en su localidad. Me fui a caminar un rato sola, necesitaba ese momento para mí. Di varias vueltas, descubriendo aquellos rincones donde parecía no haber pasado la máquina devastadora de los nazis. Quizás mi bisabuela iba a comprar la mercadería a ese pueblo (que no era un shtetl porque era bastante más grande), y cuando llegaba a su pueblo la fraccionaba y la vendía al minoreo.
Volvimos a la ruta para llegar a Uchanie cuanto antes. Habíamos reservado un hotel en Zamosc y no queríamos que se hiciera muy tarde. Me sudaban las manos y sentía que mi corazón latía más acelerado. El paisaje se presentaba cada vez más hermoso y era tan disfrutable, que me hacía más amena la llegada. Los campos ondulados tenían un color dorado, cada tanto salpicados con alguna casa y en los postes más altos, las cigüeñas nos miraban con recelo. De pronto la magnanimidad de una de las aves nos cruzó casi sobre nuestra cabeza.
A veces teníamos la sensación de estar en La Toscana italiana. Antes de llegar, atravesamos un bosque que por la época del año estaba muy frondoso. Quise bajar. Me metí por un caminito esquivando ramas y mariposas y la emoción me ganó la pulseada. Me imaginaba a mi abuelo y sus hermanos jugando y corriendo. Me llené de bosque y seguimos viaje.
Un año antes de que estallara la Segunda Guerra, Uchanie tenía 2044 habitantes y un 70% de ellos eran polacos judíos.
Cuando las tropas alemanas ocuparon el pueblo a fines de septiembre del ‘39, emplearon a los judíos más capacitados para realizar trabajos forzados. Sus tierras y casas fueron confiscadas. Unos meses más tarde, establecieron un gueto donde tenían confinados a más de 2000 polacos judíos, que al poco tiempo se duplicaron al sumarle más gente de los pueblos linderos. En 1941 los nazis perpetraron una matanza masiva en el cementerio de Uchanie, bajo la mirada cómplice de muchos vecinos.
“Un tren de ganado se detuvo en la estación Miaczin cerca de Uchanie. Los judíos de Hrubieszców ya estaban adentro de los vagones. Los hombres, vestidos con uniformes de color negro, saltaron del tren a la plataforma. Los que estaban adentro comenzaron a gritar, a aullar como perros.
La Gestapo comenzó a clasificar a las personas. Mujeres, niños y ancianos fueron por un lado. Los hombres fueron para el otro. Las familias lloraban desconsoladamente. El 11 de junio de 1942 se realizó otro operativo llevando a los judíos de Uchanie y de otros pueblos vecinos a la estación. Muchos de ellos, especialmente aquellos que mostraron resistencia, fueron asesinados en el acto. El tren llegó con una puntualidad burocrática. Una vez más, los hombres de uniforme negro metieron gente en los vagones. Esta vez, seleccionaron 50 niños y hombres para levantar las pesadas valijas y cargarlas en el tren. Una vez que terminaron, la Gestapo los obligó a ir a los vagones de ganado. El tren paró en una estación cerca de Lublin donde estuvieron detenidos doce horas. Sin agua ni comida. Las mujeres y los niños lloraban y al resto, el sonido creado por el miedo y la angustia les perforaba los tímpanos.
Los trenes llegaban a Sobobor y Belzec con un solo objetivo: matar a todos los judíos ni bien arribaban. Los nazis volvieron a seleccionar un grupo que pudiera soportar trabajos forzados. El resto, pasó la noche de pie, hacinados y con la incertidumbre de cuál sería su destino final.
El tren continuó a Sobibor, donde fueron metidos en las cámaras de gas.”
En otoño de 1942 fueron exterminados todos los judíos de la zona. Aquellos que habían logrado escapar al bosque, fueron atrapados por los polacos y entregados a los alemanes. Eso marcó el fin de la comunidad judía de Uchanie.”
La calle principal del pueblo atravesaba la misma ruta asfaltada por la que hubiéramos seguido sin darle ninguna importancia, como pasamos muchos otros pueblitos. Había leído que actualmente no serían más de 650 habitantes. A ambos lados, había algunas casas de madera y otras más nuevas de material. Eran las tres de la tarde y hacía un calor tremendo. En las calles no había gente. Seguimos con el auto hasta la iglesia que quedaba en una bifurcación al final de la principal, en la calle Grabowiecka. Era una iglesia grande, bastante importante para los creyentes de Uchanie y sus alrededores. Me bajé para preguntar dónde estaba el cementerio judío. Subí las escalinatas pero la puerta estaba cerrada. Golpeé y no me contestaron.
Decidimos dar unas vueltas. Era un pueblo tan insulso, que me costaba imaginarme los cuentos de mi abuelo, cuando las calles estaban llenas de gente, con los sulkis, la gente yendo y viniendo, el mercado, la música, las vacas, gallinas y cabras merodeando entre los chicos. De las casas originales, quizás quede alguna huella imperceptible de los materiales que fueron saqueados inmediatamente después de las deportaciones.
Rumbeamos para la principal y empezamos a dar vueltas para ver si dábamos con alguna persona que pudiera guiarnos. Encontramos dos mujeres mayores sentadas en el pasto, en la puerta de una casa. Les pregunté si sabían dónde era el cementerio, pero no lograba hacerme entender, hasta que Martín se empezó a ahorcar a sí mismo haciendo ruidos guturales de muerto, alternando los dedos en forma de cruz. Al final, un muerto es un muerto en todos lados del mundo. Una de las mujeres nos contestó “ahhhhh” (idioma universal) y nos señaló un camino hacia arriba mientras nos daba indicaciones en polaco.
Divisamos el cementerio católico siguiendo por la calle Podgórze y lo bordeamos hacia la derecha. Era campo abierto, de un lado el pasto estaba cortado porque las máquinas habían pasado para levantar la siembra, del otro, el trigo se movía suavemente con la poca brisa que corría. El camino de tierra seguía sin dar muestras de ninguna construcción a la vista.
Volvimos a la puerta principal. Habíamos leído que los judíos hacían sus cementerios en lugares alejados de los pueblos o en terrenos elevados. Este lugar cumplía ambos requisitos. Por alguna razón que desconozco, en muchas ciudades o pueblos que visitamos el cementerio judío y el católico estaban ubicados uno frente al otro.
Me acordé que hacía varios años buscando información sobre Uchanie, había guardado una foto de ese lugar. Abrí el baúl para sacar mi computadora y empecé a mirar entre los archivos viejos. Bingo. Encontré una foto de la reja del antiguo cementerio.
Empezamos a ir bien despacio bordeando el perímetro y de pronto vimos una parte del portón de metal casi tapado por la maleza. “Es acá”, le dije a Martín, pero era muy difícil de llegar. El lugar estaba un poco elevado, había como una canaleta cubierta de plantas pinchudas y Martín, que era quien iba a animarse más que yo por razones más emocionales que físicas, estaba con los bastones. No lo veía muy fácil. Pero esos eran mis miedos, así que sin dudarlo empezó a trepar por la canaleta incrustando las muletas en la tierra. Yo iba atrás con miedo a todo. Los palos de metal lo ayudaban a aplastar los pastizales. A unos metros vimos sobresalir de la espesura una de las lápidas. Al lado había otra y al costado una más. En una hilera bajo un manzano que tenía ya sus frutos, había cinco lápidas escondidas, enterradas bajo la maraña, injustamente olvidadas. Llore la infamia, lo absurdo de la historia, la angustia de mi abuelo. Ahí, en algún lugar que yo estaba buscando, encontré una parte de mi familia. Era imposible caminar por ese páramo. Alguien más había venido buscando respuestas, porque cada una de las piedras talladas tenía a sus pies un pequeño farolito con una vela derretida.
A los cementerios los cuidan los descendientes y en Uchanie no quedó casi nadie vivo para honrar a sus muertos.
Esta foto estaba guardada en mi compu
La historia que escuché acerca del asesinato de mi bisabuela, una de sus hijas y sus pequeños hijos, ya no era la misma que imaginaba ahora, habiendo leído lo poco que había escrito sobre Uchanie y habiendo caminado el lugar. Lo que yo sabía por mi madre, era que un vecino había visto mientras estaba trepado a un árbol, cómo les dispararon en la calle, en su calle, en pleno día, frente a su propia casa, y los enterraron ahí mismo en una fosa común. Siempre pensé a mi abuelo atormentado por esa escena atroz, que seguramente imaginaba una y otra vez reconociendo ese lugar que le era tan cotidiano y que había dejado atrás a los 13 años para irse a vivir a Varsovia. Pero por primera vez me permití cambiar el relato e imaginar que lo más probable fuera que los nazis les habían disparado en la matanza del cementerio, porque ninguno de ellos le servía para trabajos forzados. Quizás cambiar la historia me habilitaba a sentir menos espanto.
Sólo un puñado de judíos* lograron salvarse para contar la historia.
Se nos hacía muy difícil desplazarnos por ese lugar con el pasto tan alto. Tratamos de caminar hacia uno de los lados, pero parecía no haber mucho más que eso. También en mi búsqueda anterior había leído que en la mayoría de los cementerios judíos, los nazis o los mismos vecinos usaban las lápidas para hacer caminos o para rellenar pozos. Miré hacia la calle que dividía los cementerios y vi pasar un tractor. El hombre nos siguió con la mirada y me llené de rabia. Unos vecinos de la casa que estaba en diagonal llegaron con el auto y se quedaron mirándonos. Más rabia. Ellos sabían. Ellos vieron lo que había en ese predio. Seguramente alguien del pueblo les habría contado historias. Quizás en alguna de ellas apareciera mi familia. Cuánta rabia.
Martín estaba ahí para mí, abriendo camino con su bastón para que yo pudiera pasar, para que nada me lastimara, para que yo pudiera ver y sentir. Bancaba mis tiempos, mi emoción y mi rabia.
Volvimos a dar unas vueltas por Uchanie. ¿Quién se habría quedado con la casa de mi abuelo? ¿cuál de todas las que estábamos recorriendo sería? Me los imaginaba sentados alrededor de la mesa, murmurando oraciones a la luz de una lámpara gastada comandados por Beniamin, mi bisabuelo, que era un estudioso de las escrituras sagradas. Los muebles viejos, casi derrotados, cargados con adornos esparcidos entre candelabros y botellas. A un costado, un sofá rechinando de vejez y en una mesa de madera oscura, una pila de libros escritos en idish. Afuera, las gallinas recorriendo el laberinto creado entre la casa, el sulky y la huerta.
Todo era tan apacible en el pueblo y tan violento en mi interior.
ella vio,
ella sabe,
ella calla
Queríamos llegar a Zamość mientras hubiera luz para poder pasear un poco, ya que al día siguiente teníamos planificado ir al cementerio de Tarnow y de ahí a Auschwitz para llegar de noche a Cracovia.
De Uchanie a Zamość eran unos 45km y nuevamente el paisaje logró sacarme la angustia.
Nos quedamos en el Mercure que estaba muy bien ubicado pero el hotel era medio pelo. Dejamos las cosas y nos fuimos al Rynek, la plaza coronada por el edificio del Ayuntamiento.
Las fachadas de colores pasteles de las casas armenias ornamentadas con bajo relieves y el mismo edificio del Ayuntamiento construido por un arquitecto italiano en 1640 la convirtieron en Patrimonio de la Humanidad.
Antes de la Segunda Guerra, la mayoría de la población de Zamość era judía. Pero como parte del plan nazi de colonización de los territorios ocupados, el Tercer Reich planeó allí la recolocación de sesenta mil alemanes rebautizándola como “La ciudad de Himmler”.
Si para los nazis los polacos eran seres inferiores, los polacos judíos eran totalmente despreciables. Peor que la nada misma. La población polaca cristiana fue deportada a diferentes campos de trabajo y la gran mayoría de ellos no pudieron sobrevivir. Los judíos fueron enviados a campos de concentración donde directamente les esperaba la muerte. Treinta mil niños fueron evacuados y casi la mitad de ellos murieron. Cuatro mil quinientos, a quienes habían estudiado sus características, fueron trasladados a Alemania para ser “germanizados”. En Alemania se borraron todas las huellas de su procedencia y el proyecto fue mantenido en secreto. Aún hoy, gran parte de este grupo no ha podido recuperar su verdadera identidad. Otra vez pienso en nuestros desaparecidos. Laputamadre.
Caminamos bastante, entramos a unos edificios bellísimos con patios internos llenos de flores y arcadas. Pasamos por la Catedral de la Resurrección del Señor y Santo Tomás Apóstol de Zamość (no se anduvieron con chiquitas para ponerle el nombre). Nos llamó la atención la cantidad de escribanos que había, porque en cada cuadra veíamos una o dos chapas de notarios. Pasamos por la antigua sinagoga convertida en un lugar de exhibición de arte, conciertos y eventos culturales por falta de quorum.
Empezó a oscurecer y los edificios se iban iluminando de a poco. Nos sentamos en un bar a tomar un Prosecco y a comer algo. Los chicos corrían y jugaban por la plaza. La misma plaza donde setenta años atrás, se reunió a todos los judíos obligándolos a mantenerse en pie hasta bien entrada la noche sin agua ni comida para subirlos al tren que los conduciría al campo de concentración de Belzec.
Día 10: Tarnow, Auschwitz, Cracovia
No me molestan los cementerios. Mis caminatas cotidianas ocurren alrededor de La Chacarita. Extramuros, claro.
Cuando paso delante de una de las tantas puertas, espío hacia adentro para captar alguna imagen. Me prometo volver en distintos momentos del día para fotografiar los cambios de luz, confirmando que la muerte también tiene su lado estético. Encuentro esplendor en un ramo de flores, en un perro que duerme junto a una lápida o en el empedrado mojado por la lluvia. A veces los charcos reflejan las cruces erguidas dándoles cierto movimiento. Afuera me saludo con los floristas y alguno de los policías que custodian la entrada. Observo e invento historias que imagino al ver los objetos tirados contra las paredes grafitadas: muñecos pinchados con alfileres, gallos degollados o cabezas de chanchos, corazones de vaca atados con un hilo de algodón, ramos de flores que no llegaron a destino, figuras de santos amputadas, restos de fogatas, colchones, pedazos de teclado de computadora, entradas de cine cortadas. Conozco los pozos en las veredas, los momentos en lo que tengo que dejar de respirar porque hay feo olor y espero con ansias la época en la que van a dar los frutos los dos árboles de moras. Me gusta pasar por donde huele a pino y comparar la parte inglesa o alemana donde tienen canteros llenos de plantas naturales prolijamente verdes.
Cuando vamos de viaje visito los pequeños cementerios para ver las marcas de los rituales humanos respecto de la muerte. En México, Guatemala, Bolivia, el norte de Chile, La Recoleta, París o Praga. Un cementerio puede contar la historia de la gente en los epitafios, o ver cómo se relacionan con la muerte a través de los colores y las ofrendas. Lo que a algunos les parecerá morboso, a mí me resulta sorprendente, los ritos, la necesidad del hombre de aferrarse al vacío amoroso. Yo ya tomé la decisión de no estar en ningún cementerio (hijos sépanlo), quizás por eso lo separo de mi propia finitud y lo encuentro interesante.
Pero en Polonia era diferente.
No se trataba de personajes ilustres o leyendas olvidadas. Todo el recorrido tenía para mí un sabor amargo. Algo que no podía disfrutar y de lo que no me podía despegar. Quizás porque había venido a buscar algo que estaba enterrado, que afectaba al ámbito de lo inconsciente, la percepción de la pertenencia.
Los nazis convirtieron a Polonia en un eterno cementerio de judíos y parte de la historia de cada uno de nosotros, los descendientes, se ha convertido en una larga conmemoración de la muerte, transformándonos en vigilantes y archivistas permanentes de esa memoria.
Continuamos viaje entre bosques y campos sembrados.
Yo quería visitar el cementerio de Tarnow porque las fotos me hicieron acordar al de Praga. Había leído que era uno de los más antiguos de Polonia y que milagrosamente había sobrevivido a la devastadora maquina de saqueo de los nazis. Lo que yo no sabía es que había tal cantidad de cementerios judíos en la zona. Mirando el maps.me, donde todo aparecía escrito en polaco, señalé algo que me sonaba parecido a cementerio (Dabrowa Tarnowska zydowski) y hacia allá fuimos. Efectivamente era un cementerio descuidado y abandonado, comido por el pasto y el olvido, que nada tenía que ver con las fotos que había visto en internet.
Intento dos: Martín encontró otro nombre que le pareció que podía ser. Otro cementerio judío pero tampoco era. Se nos hacía tarde para seguir con el itinerario del día pero estábamos tan cerca…
Intento tres: otro que decía zydowski en el medio de la ciudad, cosa que no imaginábamos. Llegamos a la 1 menos 5 del mediodía después de dar muchas vueltas por los alrededores, justo cuando estaban cerrando la puerta. Me tiré del auto y le rogué que nos dejaran entrar aunque sea 10 minutos, que veníamos de Argentina, que íbamos a hacerlo rápido, que…
Mientras decían que No con la cabeza, apareció Martín con los bastones caminando más lento. Ese fue el “abretesésamo”, porque en cuanto vieron al lisiado se apiadaron de nosotros. Entramos y recorrimos muy rápido lo que pudimos. El cementerio era bello, con luces y sombras que le dibujaban los árboles añejos y el moho de las lápidas que se colaba impune por las piedras. Tenía tumbas del siglo XV en la parte más antigua que daba a la calle Szpitalna. Me preguntaba cómo era que este cementerio estaba tan bien cuidado y contaba con tanto presupuesto para tener personal en la entrada y gente de mantenimiento dando vueltas por adentro.
Tarnów era la cuarta ciudad de la antigua Galicia en cuanto al número de los judíos después de Lvov, Cracovia y Stanisławów. Tanto Tarnow como sus alrededores eran fuertes centros del judaísmo jasídico en Polonia. Grandes tzadikim (lo que serían algo como “santos”) como Unger o Rymanowski estaban enterrados en ese cementerio. Quizás ahí estaba la respuesta.
En medio de los 130 km que teníamos que hacer para llegar a Auschwitz se largó a llover. Sabíamos que el Papa Francisco iba a visitar el campo de concentración dos días después que nosotros pero nunca imaginamos que habría tal despliegue de seguridad. Nos hicieron estacionar muy lejos de la entrada sin importarles absolutamente nada la imposibilidad de Martín y sus bastones. Había mucha policía en toda la zona y enormes grupos de turistas.
Habían llegado micros con las distintas congregaciones católicas y me resultaba una postal algo rara ver decenas de curas y monjas caminando en silencio durante todo el trayecto.
Auschwitz incluía campo de concentración (Auschwitz I), de exterminio (Auschwitz II-Birkenau) y de trabajos forzados (Auschwitz III-Monowitz).
Auschwitz-Birkenau jugó un papel central en el exterminio de los judíos europeos. Allí se probó por primera vez en 1941 el gas Zyklon B como un instrumento de aniquilación de masas y dos años más tarde se construyeron cuatro grandes edificios para albergar la cámara de gas y los hornos crematorios.
Auschwitz III (Monowitz), se usaba para proporcionar mano de obra a las fábricas de Buna- Werke, del consorcio químico industrial IG Farben (AGFA, BASF, BAYER, HOECHST). Estas empresas habían invertido una fortuna para obtener mano de obra esclava del campo de concentración, donde además de otros productos se fabricaba el gas Zyklon B. ¿Sabrían los judíos, a quienes mantenían vivos con una ración estricta de comida, que sus manos eran parte del proceso de exterminación de los propios familiares?¿Qué mecanismo de supervivencia se dispara para soportar sin rebelarse?
Los trenes llegaban a Auschwitz-Birkenau casi diariamente, con judíos procedentes de casi todos los países de la Europa ocupada o aliados de Alemania. Cada transporte debía pasar por un proceso de selección, donde se establecía quiénes eran capaces de trabajar y quiénes iban directo a las cámaras de gas. Es decir, quienes morían ese mismo día, y quienes lo harían en las siguientes semanas, meses o años. Las propiedades de aquellos que eran deportados, eran confiscadas y almacenadas.
Aproximadamente 1 millón de judíos fueron asesinados en Auschwitz, junto a 75.000 polacos, 18.000 gitanos y 15.000 prisioneros de guerra soviéticos.
En la inmensidad del campo y a pesar de los visitantes había un gran silencio.
Se mostraban fotos de miles de personas amontonadas como escombro, como si cada uno de ellos no hubieran tenido ideales, proyectos o amores. Una pila inanimada, devaluada, que había perdido su calidad humana.
Zapatos, anteojos, ropa. Nada tenía nombre o identidad. Sólo en las valijas se veía escrito el nombre de sus dueños. Un detalle monstruoso, si se lo piensa sabiendo cuál era el objetivo final, pero que les garantizaba a los nazis una entrada tranquila hacia las duchas, sin pánico ni sublevaciones, porque les decían que luego de bañarse las podrían recuperar.
Coincido con Steven Spielberg o con Art Spiegelman, en la decisión de contar parte de este horror en blanco y negro. Mis sentimientos quedaban suspendidos y palabras como desesperación, agonía, tristeza, rabia, impotencia o frustración ya no calificaban para describir lo que sentía viendo, leyendo, imaginando. Caminamos, como todos, en silencio. Recorriendo cada parte de ese espacio inerte.
Muchos de los judíos polacos que habían logrado sobrevivir a los campos de concentración (250 mil de 3,5 millones), trataron de volver a sus hogares pero no fueron bien recibidos. Encontraron sus casas ocupadas y saqueadas por los mismos vecinos, en la mayoría de los casos, con la connivencia de la policía. ¿Cómo se construye un futuro después de Auschwitz? ¿Cómo lidiar con la culpa de estar vivo?
Y sin embargo, sobrevivir fue imprescindible para dar testimonio.
Algunos huyeron a Palestina, otros a EEUU y algunos pensaron que durante los años del régimen comunista, resultaría más conveniente adherirse al catolicismo polaco que identificarse a sí mismos como judíos. Hoy las confesiones hechas antes de morir por abuelos que necesitan librarse de la culpa, han creado en cientos de jóvenes, la necesidad de descubrirlo.
“No es lícito olvidar, no es lícito callar. Si nosotros permanecemos en silencio, ¿quiénes hablarán? No desde luego los autores y sus cómplices. Sin nuestro testimonio, en un futuro no muy lejano las gestas de la bestialidad nazi, por su propia magnitud, podrían acabar relegadas entre las leyendas. Hablar, por lo tanto, es necesario”, escribió Primo Levi, antes de suicidarse a los 67 años.
Los nazis no fueron los inventores del genocidio, ni fueron los primeros ni los últimos. Lo que uno se daba cuenta caminando tantos kilómetros en Auschwitz era la meticulosidad industrial con que planificaron y ejecutaron su propósito. Un plan sistemático de exterminio. Estábamos ahí, frente a aquellos objetos apilados en barracas, testigos inertes de la evidencia del horror, con el corazón estrujado.
Desde Auschwitz a Birkenau nos tomamos unos micros especiales que ofrecía el museo, pero a la inversa había que volver caminando. Eso eran 4 kilómetros con las muletas. Como el tema de la seguridad estaba muy denso, nos hicieron dar una vuelta enorme y nos perdimos del lugar donde habíamos dejado el auto. El problema más grande era explicar en cuál de las entradas estaba porque ni siquiera nosotros lo teníamos claro. Fuimos hasta la estación de tren y nos tomamos un taxi para que nos llevara al estacionamiento, pero quedamos del otro lado. Mientras nos dejaba con un guardia de seguridad en una de las puertas, nos saludaba deseándonos suerte en alemán. De vuelta en el campo de exterminio, atravesamos una zona de barracas que no habíamos visto y donde no había ni una sola persona. Era bastante inquietante.
Estaban cerrando y hasta volver al auto caminamos mucho. Si yo estaba muy cansada, me imaginaba a Martín portando su cuerpo sobre las muletas.
Habíamos arreglado al alquilar el auto que lo entregaríamos en una oficina cerca del hotel, pero debido a los controles por la llegada del Papa, nos lo hicieron devolver en el aeropuerto de Cracovia. Ya era de noche y esperé quietita con las valijas llenas de copas a que volviera Martin para tomarnos el tren a la ciudad. Un pancho, un helado Magnum y estábamos sobre rieles. No sabíamos dónde bajarnos y le apuntamos a una estación que nos pareció cerca de nuestro destino mirando el mapa. Error.
De noche, con las valijas a mi cargo, física y emocionalmente agotados, en una ciudad desconocida, no era la mejor manera de empezar.. Después de varios intentos de parar un taxi para que nos llevara, llamé al policía de la estación para que hiciera uso de su autoridad. Paró a un taxi que iba en la dirección contraria, le dijo unas cuántas cosas en polaco, el hombre no tuvo más remedio que subirnos y nos dejó lo mejor que pudo en una urbe asediada por las juventudes católicas mundiales. No nos importaba nada, nos sentimos tan aliviados como cansados.
El hotel Polski estaba muy bien ubicado, en una de las entradas a la Stare Miasto, la ciudad vieja. Nuestra habitación daba a la calle peatonal justo enfrente de un Mc Donlad’s, al que las juventudes religiosas habían tomado como punto de encuentro multinacional para lucir banderas y canciones nacionalistas de fe y esperanza. En mi ventana. Después de venir de Auschwitz. Fue duro.
Eran las 20.30 y salimos a buscar un lugar para cenar porque presumimos que faltaba poco para todos cerraran la cocina. Los restaurantes de la cuadra y alrededores parecían muy turísticos y no terminaban de convencernos así que caminamos hasta la plaza del mercado y en una de las callecitas vimos un restaurante hindú muy bien decorado y con velitas. Desde adentro no se escuchaban los gritos, ni los cánticos, ni los rasguidos de las guitarras, sólo música om. Pedimos un curry y un korma y nos trajeron algo picante con yogurt. Delicioso y muy recomendable. De paso descansamos un poco de los pieroguis. Volvimos al hotel y con la almohada tapando la cabeza logramos conciliar el sueño.
Día 11. Cracovia
Nos levantamos temprano para recorrer la ciudad sin tanta gente, ya con la idea de irnos a Breslavia antes de lo previsto porque la cosa se iba a poner cada vez peor. El Papa Francisco ya estaba en zona.
El hotel estaba justo en la Puerta de Florián, que aún conservaba restos de la muralla medieval sobre la cual colgaban pinturas y reproducciones, la mayoría de índole religioso (judío y cristiano)
Todas las ciudades tienen un lugar específico que actúa como un imán. En Cracovia era la Plaza del Mercado, la plaza medieval más grande de Europa y considerada el centro de la ciudad.
En una de las esquinas estaba la basílica de Santa María, fácilmente identificable por las dos torres de distintos tamaños y el ladrillo de la fachada. Cuando el reloj daba la hora en punto, se escuchaba una trompeta que tocaba una melodía que quedaba inconclusa y terminaba en forma abrupta (heynal). Era en honor a un vigía, que desde su puesto en la torre de Santa María vio un ejército tártaro presto a invadir Cracovia y para alertar a los habitantes tocó la trompeta, pero un arquero del ejército enemigo le disparó una flecha en el cuello causando su muerte.
Todavía no había mucha gente y sobre las torres revoloteaban cientos de golondrinas armando y desarmando coreografías.
Fuimos a la Torre del reloj desde donde se podía tener una vista de la zona. Mientras Martín daba vueltas por la plaza por las limitaciones que le imponían las muletas, subí a sacar algunas fotos. Iglesias, el ayuntamiento, el antiguo mercado de seda. Todo estaba ahí.
A un costado, solitaria con su cúpula verde, se ubicaba la iglesia de San Adalberto, más atractiva de adentro que de afuera. Fue construida en el siglo XI y dedicada a este misionero, que murió decapitado por los prusos cuando intentaba convertirlos al cristianismo. El rey de Polonia quiso recuperar su cuerpo, pero la condición fue que debía pagar lo mismo que pesaba el cuerpo en lingotes de oro. Se ve que era gordo porque ahí no estaba.
Caminamos un poco por la ciudad.
Cracovia fue la capital de Polonia entre 1038 y 1596 y desde su fundación en el siglo VII (y con una casi interminable sucesión de invasiones) logró conservarse tal cual era gracias a que no sufrió destrucciones en la II Guerra Mundial. La fachadas, los empedrados y los detalles de cada rincón habían presenciado la historia de este país tan castigado.
Había infinidad de iglesias de distintas épocas, pero nuestros pies nos llevaban a Kazimierz, el barrio judío.
El nombre del barrio se puso en honor a Casimiro III, el rey polaco que juntó a todos los judíos expulsados que vivían en la parte occidental de Cracovia, porque necesitaba el lugar para ampliar la Universidad Jagellónica. Así fue que los agrupó en Kazimierz, convirtiendo esa zona en un gueto casi desde su nacimiento.
A principios del siglo 19, la población de Kazimierz era casi exclusivamente de judíos.
Después de la guerra, el viejo barrio de Kazimierz quedó abandonado por su población original, y en casi todo el periodo comunista, terminó convertido en una zona de mala reputación, refugio de vagabundos o delincuentes. A partir de la década del 90 se instalaron artistas, jóvenes universitarios y el barrio se llenó de bares y de vida. Se empezaron a revalorizar los viejos edificios y se abrieron restaurantes de comida judía. Desde 1998 en Kazimierz se realiza el Festival de la Cultura Judía, uno de los principales atractivos en los meses de verano.
Cracovia en 1937
Aunque se conservaban las siete sinagogas, la poca cantidad de judíos ocasionó que los edificios funcionaran como pequeños centros culturales. La única que oficiaba para servicios religiosos era la Remuh, que además conservaba un pequeño cementerio. En el caso del edificio de la Sinagoga Vieja, su construcción tuvo como condición que no superara en altura a la iglesia católica y por eso la construyeron más abajo. Siempre la misma historia para ver quién la tiene más larga.
Entramos a la sinagoga vieja para recorrer el museo. En todos los lugares nos cruzábamos con monjas o grupos religiosos católicos, algunos que mostraban interés y otros que se comían el tour organizado por las distintas congregaciones católicas.
Fuimos a almorzar a Ariel, el restaurante judío preferido por Spielberg cuando estuvo en Cracovia filmando La lista de Schindler.
Pedimos latkes, un pierogui judío al horno (raro) y el clásico con cebolla papa y queso (varénike al fin), borsh y postre. La comida de mi abuela era mucho mejor.
Fuimos a un museo de historia judía que tenía unas fotos muy interesantes de cómo había sido la vida en ese barrio. Me llamó la atención saber que Helena Rubinstein, la megaempresaria de cosméticos, era también oriunda de Kazimierz. La historia no era muy distinta a la de otras chicas de la época, sólo que con un final feliz. Era la menor de ocho hermanas mujeres. Su padre, con la imposibilidad de pagar la dote, hizo un arreglo para que Helena se casara con un hombre de 65 años sin tener que pagar un peso. Antes de cumplir sus 20, la muchacha escapó a Australia con una receta casera de una crema cosmética. El resto habrá que leerlo en sus memorias.
Queríamos ir al viejo gueto. Al llegar a Cracovia, los nazis buscaron casas cómodas para vivir. En el barrio judío había muchos comerciantes que gozaban de una buena posición económica y fueron desalojados por la fuerza y obligados a establecerse en el nuevo gueto de Podgorze. Familias enteras debieron instalarse en un solo dormitorio, compartiendo baño y cocina con otros judíos. De un día para otro, la zona junto al río Vístula pasó a quintuplicar su población, acomodando a 20.000 nuevos moradores.
Hacinados, enfermos, hambrientos, desesperanzados. El ejército nazi impuso la ley “5 por ventana”, una norma que establecía que por cada ventana que tuviese la casa, debían vivir 5 personas. Los soldados les prometían reubicarlos, pero el tiempo pasaba y el hacinamiento, el hambre y las enfermedades se iban cobrando vidas.
Los que esperanzados aceptaban la oferta de la reubicación, iban hasta la plaza de Podgorze a tomar el tren. La espera era tan larga que muchos llevaban sus propias sillas. Al final de la tarde, cuando casi todos habían subido a los vagones, sólo quedaban en la plaza las sillas vacías junto a algunos que habían tenido la suerte de morir allí mismo de un balazo. El tren paraba sólo en una estación: Auschwitz.
“¿Hay algo más triste que un tren que sale cuando se supone, que tiene una sola voz, sólo una ruta? No hay nada más triste” Primo Levi
Ese emplazamiento hoy se llama Plaza de los héroes y fue financiado por Román Polanski, que perdió a su madre en el campo de concentración de Auschwitz.
De los 70 mil judíos que vivían en la ciudad en la actualidad quedaban 1000. Me preguntaba cómo era que seguían viviendo acá, cómo habría sido esa reconciliación, volver al lugar que los expulsó, que aniquiló con saña a sus seres más queridos y que expropió la cama en la que durmieron cuando eran niños. Cómo reconciliarse con la violencia, con la impotencia, con los sueños.
Empezó a llover, pero queríamos ir al edificio que había sido la fábrica de Oskar Schindler, y que había servido como vía de escape para 1.200 judíos durante el holocausto, ahora convertida en museo. Había bastante gente pero gracias a las muletas entramos rápidamente. El museo estaba muy bien hecho y a pesar de tener muchos puntos en común con el de Varsovia, es una parada obligada.
Volvimos a caminar por el gueto y vimos los muros, las casas. Regresamos a la zona del hotel atravesando el Vístula. Al bajar, dudamos entre comprar unos baguels (ya que fue esta ciudad la que los vio nacer) y unas delicatessen de la pastelería. Ganó la rosca de ricota y un milhojas de crema pastelera.
Habíamos decidido irnos a Breslavia a la mañana siguiente, así que fuimos a sacar los pasajes de tren. Toda la zona de la estación había sido copada por grupos que hacían picnic, tocaban la guitarra o simplemente dormían en el pasto. De ahí caminata por la parte antigua y cena en Bianca, un restaurante italiano muy simpático y bien rankeado donde pedimos pulpo de entrada, canelones y pato.
Día 12. Breslavia
Llegamos a Breslavia después de un viaje en tren de 3 horas y 20. Uber mediante llegamos al Sofitel ubicado en el casco antiguo. Qué hermosa ciudad me resultó, la más distinguida y la más romántica. No había tanta gente y justo ese año la habían declarado Capital Cultural de Europa y la sede de los premios del cine europeo, así que en medio de la plaza había instalada una pantalla gigante donde todas las noches proyectaban películas y las calles estaban llenas de músicos y distintas expresiones artísticas.
Breslau era la capital de la región de la Baja Silesia, asentada sobre doce islas unidas entre sí por 112 puentes. Hasta 1945 fue una ciudad alemana. De hecho, era la más importante de Alemania al este de Berlín. Polonia perdió ciudades al Este (que pasaron a estar bajo control de la Unión Soviética) pero como contrapartida, ganó ciudades que estaban al Oeste, entre ellas Wrocław. Al ser un bastión alemán, en 1945 fue brutalmente bombardeada por los aliados dejando un panorama desolador: la destrucción del 75% de los edificios y la evacuación de sus pobladores tras el éxodo alemán. Después de la Segunda Guerra Mundial la población fue sustituida por la fuerza. “Breslau” se convirtió en “Wroclaw” y debió que ser completamente reconstruida.
Caminamos por la bella plaza principal (Rynek Gówny), parecida a las que habíamos recorrido en Cracovia o Varsovia y almorzamos en las mesas de afuera del restaurante Bernard, unos pierogui y cerdo con hongos.
Por toda la ciudad había unos pequeños duendes de bronce acomodados o escondidos en rincones insólitos, convertidos en la marca registrada de Breslavia.
La historia de los duendes se remontaba a los años 80 cuando los polacos se unían manifestándose contra los 40 años del régimen comunista. Como no podían portar ninguna consigna política porque el riesgo era pagar con la cárcel, algunos optaron por disfrazarse de enanos con vestimentas color naranja para ridiculizar al partido. Como homenaje, el ayuntamiento decidió poner algunas pequeñas esculturas diseminadas en distintos puntos de la ciudad y por la gran aceptación que tuvieron, varias compañías privadas encargaron uno que los representara para ponerlo frente a la puerta de su empresa.
Era muy divertido descubrirlos. Sin darnos cuenta estábamos contando cuántos de los 300 teníamos en nuestra lista.
Subí por una escalera muy estrecha al puente de los penitentes de la iglesia María Magdalena para ver la vista de la ciudad y del Río Oder. Recorrimos la parte antigua metiéndonos en todas las callecitas posibles. Me pareció que había muchos más jóvenes que en las otras ciudades que habíamos visitado.
A la noche fuimos a cenar a un restaurante de comida típica de Silesia llamado Kurna Chata y pedimos goulash y pieroguis rellenos de cerdo y hongos. Nada especial.
Volvimos a la plaza del mercado y nos sentamos a mirar una película en blanco y negro junto con los vecinos.
Día 14. Breslavia
Era nuestro último día en Polonia y decidimos salir a caminar temprano. Habíamos visto que en el museo de la ciudad había una exhibición de Chagall y aprovechamos para ir. El museo tenía objetos y cuadros que mostraban distintos períodos de Breslavia. La muestra de Chagall era muy pobre, de esas que mandan unos bocetos y dos cuadros pintados. Encima había un grupo de escolares interpretando las obras. Lo que más me gustó de todo lo que vimos fueron los cuadros de un pintor y arquitecto llamado Heinrich Tischler (1892-1938) que murió en un campo de concentración como casi todos los judíos de la zona.
La primera exposición polaca de artistas judíos de Breslavia se realizó en el período de entreguerras y se centró en la obra de este pintor. Después de la Noche de los Cristales Rotos, Tischler fue deportado a Buchenwald y liberado en 1938, pero murió un mes más tarde porque su cuerpo había quedado totalmente deteriorado. Pocos artistas judíos perseguidos por el régimen nazi lograron sobrevivir y salvar sus obras. Mirando la potencia expresiva, pensé en las obras de mi sobrina Caro, así que le mande algunas fotos.
Caminamos perdiéndonos por las calles con el objetivo de ir a la Universidad Leopoldina que estaba un poco alejada del centro, casi a orillas del río Oder.
Pasamos delante del hotel Monopol, famoso porque atrajo a ilustres visitantes como Marlene Dietrich, Pablo Picasso (donde pintó su célebre Paloma de la Paz durante el congreso del ‘49) o Hitler, quien ordenó construir un balcón para dar un discurso. Finalmente llegamos al conjunto de edificios de la Universidad de Wrocław, el mayor complejo barroco de toda la ciudad. Fue creado por la orden de los jesuitas en 1702. Adentro había espacios bellísimos como el Oratorium Marianum (sala de música), la Biblioteca Ossolineum y el Aula Leopoldina, una sala ceremonial de estilo barroco con frescos en paredes y techo. Estaban restaurando, así que recorrimos un poco y subí hasta la “Torre Matemática”, un antiguo observatorio desde donde se ve la ciudad. Vimos un poco los objetos guardados de las viejas clases de medicina y continuamos viaje. Entramos a un mercado central, compramos unos dulces y nos sentamos a comerlos a orillas del río.
Para ir a la isla de la Catedral conocida como Ostrow Tumski, atravesamos el puente de los enamorados Most Tumski, construido en 1889. Teníamos que hacerlo. Compramos un candado y dejamos nuestra huella entre cientos de miles de promesas y declaraciones amorosas.
En esta isla se había fundado la ciudad y había muchos edificios religiosos. Por todas las calles se veían representantes de distintas órdenes religiosas, tanto es así, que la llaman el pequeño Vaticano.
Seguimos hacia un edificio muy visitado llamado Panorama de Raclawice, que tiene una pintura mural de más de 120 metros realizada en 1894 para rememorar la batalla que lleva su nombre. El problema era que se hacían visitas por turnos y apenas llegamos había salido el de las 14hs, teniendo que esperar otra hora. Descansamos un poco en el hall de entrada mirando la pintura en las pantallas de los televisores y decidimos irnos otra vez a la Stare Miasto. No encontrábamos taxi y empezamos a caminar hasta que se largó a llover fuerte. Bajamos en una pizzería italiana y pedimos una grande de muzza que resultó más polaca que italiana.
Volvimos al hotel para hacer las valijas. Teníamos que hacer alguna ingeniería con la cantidad de copas adquiridas.
Al atardecer nos fuimos al barrio judío, pasamos por la sinagoga y fuimos a comer a un restaurante que estaba en esa misma plaza interna llamado La Maddalena. El restaurante era hermoso. Nos estábamos despidiendo de Polonia. Comimos queso de cabra con berries e higos, vieiras con aceto y frutos rojos, risotto con vieiras y roquefort y ganso con papas y verdes. De postre una creme brulee. No nos quedamos con ganas de nada.
Caminamos por la plaza y volvimos al hotel.
Me fue difícil describir este viaje en particular. Tuve que dejar pasar varios meses para decantar las emociones.
Estar en el lugar de mi familia, recorrer las calles y los bosques, sentir y darme cuenta de que no eligieron muchas de sus experiencias, ni sus cicatrices. Tuvieron que seguir adelante con el dolor y el desarraigo que los atravesaba y así, fragmentados, volver a conectarse con la vida.
Fue un viaje en el que sentí la mano apretada de Martín, que se puso a disposición de mis tiempos y deseos y estoy segura de que conocer el anclaje de mis raíces va a ayudarme a desplegar un poco más las alas.
Nos vemos del otro lado de la orilla infinita.
Helenka
Moishe trabajaba de sastre en Varsovia y había logrado darle a sus cuatro hijos una vida cómoda. Iban a la escuela privada, al club y en la casa se hablaba ydish y polaco. A los once años, Helenka quedó huérfana de padre. Su madre empezó a ofrecer servicios de costura y vendía comida preparada (varénikes, arenque, hígado picado), pero las privaciones se hicieron sentir al poco tiempo.
Tuvo que cambiarse a la escuela pública, dejar el club y en la mesa había un solo plato de comida para todos. Toleró el desprecio de sus compañeros. En vez de seguir sus estudios en el secundario debió salir a trabajar. Con el oficio de costurera también llegó el maltrato de su empleador y el deterioro físico. A medida que pasaban los años, el antisemitismo se hacía más visible. El insulto o la humillación inicial fue reemplazado por escupidas, apedreos y patadas, tanto de vecinos como de patotas de chicos de su misma edad.
Ante la posibilidad de encontrar para ella y su familia un futuro mejor, a los 20 años se embarcó hacia Argentina donde ya estaba Enrique, su hermano mayor. El viaje en barco duraba más de un mes y las condiciones eran muy precarias, porque los pasajes más económicos eran en barcos de transporte de mercadería. Eran miles los inmigrantes que sumaban sus historias en los espacios comunes y bajaban en distintos puntos de América. Helenka estaba muy débil y enfermó. Estuvo hospitalizada durante gran parte de la travesía y una familia de paisanos que tenía una hija de su misma edad, se hizo cargo de ella hasta que logró mejorar. Ellos bajaron en Santos, Brasil, y Helenka volvió a sentir que la soledad le perforaba la existencia.
Al llegar, después de pasar por sanidad y de ser inscripta con un nombre que no le era propio (en su documento polaco figuraba como Jaia Guitl y la anotaron como Clara Catalina), la instalaron en el hotel de inmigrantes que quedaba al lado del puerto de Buenos Aires.
En 1932 las cosas no pintaban tan bien como contaban. En medio de la gran crisis económica mundial, Argentina sufría una enorme caída en las exportaciones, había escasez de dinero y desocupación.
No quiso quedarse en lo de su hermano porque se acababa de casar. Consiguió trabajo como costurera y fue a vivir con unos primos. Las mujeres que venían de Varsovia no tenían buena fama entre los hombres. Se sabía que en su gran mayoría las traían engañadas (con la connivencia de una mujer que en Varsovia se hacía pasar por casamentera), y una vez que arribaban al puerto, la mafia judía las secuestraba y las ponía a trabajar de putas. Qué inmenso desamparo, sin idioma, sin vivienda, sin familia, con las promesas deshechas y la violencia revelada.
En una reunión conoció a Mates. No era el amor de su vida, pero le ofrecía un futuro compartido. El hombre que continuó en su cabeza y su corazón hasta el día de su muerte se llamaba Shimek. No habían podido estar juntos en Varsovia porque era de una clase social más alta. Como en las clásicas telenovelas, los padres de Shimek no querían a mi abuela para su hijo, pero el amor es más fuerte y en mi mente quedó grabado el relato de su partida (que me contó muchos años después, sentadas en la cocina de mi casa de Montevideo), cuando subida al carro que la llevaría hasta la estación de tren, ahogaba su cara entre las manos para no ver al muchacho que corría a la par del caballo para gritarle, para rogarle que no se fuera. Estuvieron en contacto hasta que estalló la guerra y no supo más. Sólo dolor. Como lo creía muerto, cuando nació su segunda hija le puso Simona para conservar su memoria en alguien que amaba.
Con los ahorros de su trabajo y la generosa ayuda de Mates, logró traer a su madre y sus dos hermanos menores antes de la guerra.
Polonia había quedado atrás para siempre.
Mates
Mi abuelo Mates nació en 1907 en un pequeño pueblo llamado Uchanie, al sureste de Polonia. La población en su gran mayoría se dedicaba a tareas rurales, pero mi bisabuelo Biniamin era un hombre religioso, un estudioso de los libros sagrados. Al estallar la Primera Guerra, enfermó de cólera y murió dejando a Jaia Riva al cuidado de sus cinco hijos: Broje, Mates, Ronche, Idl y Pesche.
Mates tuvo que dejar la escuela (el jeder) para ayudar a su madre a vender la mercadería que compraba al por mayor y fraccionaba para entregar casa por casa en pequeñas cantidades.
En 1920 ya con 13 años cumplidos, Jaia Riva lo mandó a Varsovia. Quizás para que tuviera un futuro mejor, quizás porque a su madre la estaban cortejando y a Mates no le hacía ni un poco de gracia.
En la capital se le amplió el mundo, se hizo aprendiz de carpintero y comenzó a trabajar en algunas obras haciendo puertas y ventanas. Fascinado con el mundillo de los escritores, logró que le brindaran cierta protección y contención. La Varsovia de entre guerras era un hervidero cultural, político y social.
En 1928, unos compatriotas que habían venido a Argentina lo animaron a viajar al país de las oportunidades y a los 21 años se embarcó en el puerto de Marsella. Viajó en la tercera clase de un barco repleto de inmigrantes que tenían los mismos sueños y ambiciones.
Al llegar a Buenos Aires, se acomodo en lo de una familia de paisanos de su pueblo. Empezó a trabajar como carpintero y logró alquilarse una habitación en la casa de una familia, en el barrio de Villa Crespo.
Argentina también vivía un tiempo de cambios. Los inmigrantes, que habían venido en masa y trabajaban principalmente en las fábricas, se habían organizado en sindicatos y reclamaban sus derechos como trabajadores. Mates que venía con ideas socialistas, se unió junto a un grupo de judíos y participó en varias revueltas obreras por las que estuvo preso tres veces.
Al poco tiempo, vino su hermana Broje con el marido y sus tres hijos: Teresa, Benjamín y Eva. Pero para Mates fue fundamental la llegada de su hermano menor Idl (o Luis), su amigo, su compañero, su cable a tierra. Aún los recuerdo jugando al dominó y tomando un té después del trabajo, cuando el sol pegaba de lleno sobre las baldosas de la cocina de la calle Pasaje del Parque.
Vivieron juntos durante los primeros meses, compartiendo la cama en la que alguna que otra vez tuvieron que ahuyentar a los roedores. Mates no ganaba mal, pero juntaba peso sobre peso para poder traer a su madre y más adelante a sus dos hermanas. Ronche ya estaba casada y tenía tres hijos.
Para que viniera un inmigrante al país, se necesitaba un garante que certificara que los nuevos residentes no fueran vagabundos y que su intención en Argentina fuera trabajar. Era como un aval de responsabilidad social.
Con casi todo en su haber (garantía más dinero), Mates recibió una carta de Pesche, la hermana menor. Le contaba con desesperación que le habían diagnosticado tuberculosis y que si no se iba a vivir a los Alpes, donde había un sanatorio que podría curarla, su salud empeoraría y las consecuencias serían terribles. Junto con la carta había agregado una placa radiográfica para probar la veracidad de la prescripción médica.
Mates no dudó un minuto y envió todo el dinero que había juntado para salvar a su hermana. Pero los motivos eran otros. Pesche se había enamorado de un hombre polaco que no era judío y para poder escaparse con él, inventó esa historia confiando en la bondad de su hermano mayor, pensando que tardaría unos pocos años en volver a reunir la plata para los pasajes. Nunca imaginaron que la situación cambiaría dramáticamente.
Jaia Riva lloró la traición de su hija menor e hizo el luto como si se hubiera muerto. Tapó los espejos, cerró las ventanas y rasgó su ropa. La madre había enterrado a su hija para siempre. Pesche la castigaba yendo a la iglesia del pueblo, hasta que por fin se fue de Polonia con su marido, usando la plata enviada por su hermano y ganada a costa de un enorme sacrificio.
A Mates no le quedaba otra que volver a empezar.
A Helena la conoció en la casa de los mismos paisanos por los que había venido. Mirl era la esposa del amigo de Mates y casualmente, la prima de mi abuela. Él se enamoró perdidamente. Ella lo vio buen hombre y con eso le bastó para aceptar su oferta de matrimonio.
Se casaron en 1935 cuando Mates tenía 28 años. Mi madre nació dos años después y me contó que se acordaba cuando garabateaba dibujos para mandarle a su abuela que vivía en Polonia y que pronto vendría a vivir con ellos.
Aunque Mates había logrado reunir otra vez el dinero, las condiciones de los certificados para traer inmigrantes judíos se había complicado y mucho.
Después de que Hitler llegó al poder en 1933, Argentina desarrolló una política migratoria antisemita destinada a evitar la entrada de judíos. En 1938, el gobierno argentino del presidente Ortiz firmó una circular secreta, en la que se ordenaba a los cónsules argentinos europeos a negarle las visas a “indeseables o expulsados”, refiriéndose a los judíos.
La última carta que escribió mi mamá fue en 1939.
Lo que supo mi abuelo fue por un vecino del pueblo que había logrado salvarse escapándose al bosque uniéndose a los partisanos. Los alemanes entraron a Uchanie, hicieron salir de sus casas a los judíos y los mataron frente a todos, a sangre fría. Me imagino a mi abuelo escuchando el relato. Ahí estaban su madre, su hermana, el marido y los tres niños. Los metieron en una fosa común que previamente les habían hecho cavar. El vecino había sido testigo de todo, escondido en un árbol cercano.
A su hermana Pesche, mi abuelo nunca más quiso ni verla ni escucharla, a pesar de los intentos que hizo al venir a Buenos Aires.
Cómo lidiar con el odio, cómo librarse de los fantasmas, cómo perdonar la vida y continuar con semejantes heridas.
La muerte, la tristeza, la culpa, la traición y el desarraigo rondaron durante muchos años la casa de la infancia de mi madre y mi tía.
RONCHE GOLDFARB y su familia antes de que los nazis entren en Uchanie
Muy buen hotel, bien ubicado. Buen desayuno y wifi.
Lo unico bueno era la ubicación. La habitación mediocre, el desayuno malo. Pero era solo una noche
Hotel muy bien ubicado, en el Stare Miasto. Habitación pequeña pero linda. Desayuno correcto. Buen wifi
Divino, super bien ubicado. Buen desayuno y wifi.
En la plaza principal. Romántico y lindo para la primera noche. La comida no es la mejor.
Excelente ambientación y comida hindú. Lo recomiendo si se quiere descansar un poco de los pieroguis (varenikes)
Excelente lugar, ambientación y atención. La mejor que probamos en Varsovia y a pocas cuadras del hotel.
Comida judía, que no sorprendió.
En la misma plaza central. Buena comida y atención.
Lugar puesto como en Italia. Muy lindo y la pasta excelente!
Restaurante Breslavia KURNA CHATA
Comida típica alsaciana. Mucho guiso y papa. Rico pero no especial
Ubicado en un patio donde hay una antigua sinagoga. El restaurante es impecable. Platos de autor y deliciosos. Ambientación excelente.