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Islas Cook

Julio 2017

Continúa del viaje San Francisco

Día 7. Rarotonga – Aitutaki

Apenas llegamos despachamos las valijas para nuestra próxima salida a la isla Aitutaki a las 11.30.

Todavía no había amanecido y ya estábamos caminando por la ruta principal que circunvalaba la isla de Rarotonga. Decenas de gallos anunciaban la próxima salida del sol. Todo estaba cerrado porque era muy temprano o porque era domingo. De a poco la luz se tornaba más amarillenta y se reflejaba en el mar muy turquesa. La vegetación era exuberante y parecía converger en las montañas coronadas por la niebla del centro de la isla. Yo quería ir a Avarua a ver la misa de una de las iglesias que se oficiaba en maorí y que era muy particular de la isla, además justo era los domingos, pero empezaba a las 10 y eran las 7.  

Seguimos por la ruta con muy pocos paisanos a la vista. El único que nos cruzamos, nos contó que había estado 23 años en la cárcel y que al salir había sido una especie de alcalde del barrio donde estábamos. Que esa era su casa y le había hecho un altar a los isleños muertos al servicio de la patria. No le preguntamos detalles de los motivos de su encierro y preferimos seguir conectados con la naturaleza. A las 9.30 nos sentamos a esperar que vinieran los feligreses. Las mujeres venían ataviadas con sombreros de paja con diferentes motivos; flores, pájaros, cintas, hojas. Se saludaban y se iban acomodando en las sillas mientras la cantante vestida de naranja con sombrero al tono, comenzaba a entonar las primeras canciones melódicas, como una especie de góspel isleño pero sin el “lord ohhhh lord”. Después supimos que no era maorí el idioma que hablaban en las Cook, sino rarotongano. Pero muchas de las islas tienen dialectos coo Aitutaki, Mangaia, Tongareva, Atiu, Rakahanga.

A las 11.30 la avioneta de Air Rarotonga nos dejó en 50 minutos en uno de los lugares más lindos que hubiera estado jamás. Nos vinieron a buscar al aeropuerto, nos pusieron un collar de flores y nos dieron un coco helado para tomar. La isla de Aitutaki era chiquita pero nosotros teníamos que cruzar un tramo de la laguna, porque era una isla solo del Aitutaki Lagoon.

Nos acomodaron en un bungalow sobre el agua y el espectáculo que teníamos frente a nosotros podía cambiar cada minuto convirtiéndose en algo casi hipnótico. El color del agua según las horas, los peces que habitaban debajo nuestro en una incesante precesión y constante lucha de supervivencia, las nubes, los reflejos. Nos quedamos un rato sentados, absortos ante la magnitud de tanta belleza, inasible e indescriptible porque ni mis palabras ni mis fotos podrían llegar a capturarla.

La palabra que a uno le venía todo el tiempo a la cabeza era paraíso y de hecho la escuchábamos entre los compañeros del hotel, del paseo en barco o del mismo avión. Pero quién define esa palabra? Me negaba a usarla para describir un lugar que nada tenía que ver con lo bíblico sino con el exceso, la abundancia y lo infinito. Después de almorzar rodeamos la isla a pie y bajamos a investigar los diferentes tipos de corales que se agolpaban en la orilla y que entre sus ramas ocultaban caracoles escurridizos. Nos metimos al agua y Martín fue a buscar un kayak para ir a una de las islas que quedaban cerca, pero lo vi a lo lejos remando una tabla de paddle porque nunca la había probado. Cenamos tempano porque el día había empezado activo antes del amanecer . Decidimos no cerrar nunca las cortinas para no perdernos ningún detalle,  y desde nuestra cama teníamos un visión enorme de ese cielo diáfano, interminable y a la vez tan dinámico. En la isla no había señal y la poca que teníamos la guardábamos para comunicarnos con los chicos o algunas cosas del trabajo. Yo pasé muchos días despreocupada por el teléfono y las redes sociales, de hecho, pasé muchos días despreocupada, sin noticias, diarios o teles. Me puse a escribir, a leer y a mirar los peces en la laguna o las estrellas en el cielo, la salida de la luna, cómo germinan las palmeras, las infinitas y extrañas formas de los corales, a conectarnos con la felicidad de estar juntos y volver a elegirnos.

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Dia 8. Aitutaki

Los gallos no paraban de cantar y nos ganaron la pulseada. Después del desayuno fuimos por unas bicicletas que desde ese momento estacionamos en el árbol de nuestra cabaña como si fueran nuestros vehículos particulares. Agarramos nuestros trastos de snorkel y nos fuimos a la punta de la isla porque unos mieleros canadienses nos habían contado que se veían lindos bichos. No bien entramos, las estrellas de mar azul nos dieron la bienvenida y un cortejo de peces de todos los colores y tamaños seguían con la ardua tarea de proveerse de comida aún ante nuestra presencia. Bordeamos la barrera de corales más próxima a la costa porque el mar había subido y fuimos en busca de los kayaks para llegar hasta las playas de las pequeñas islas de enfrente. Me encantan los kayak dobles porque de a ratitos se puede descansar y mirar cómodamente sentado aunque sea una parte de lo que pasa al lado nuestro. Llegamos a la primera isla y bajamos a caminar un rato, nos metimos al mar y decidimos tratar de bordearla sin saber que cada isla que uno ve, esconde detrás una cantidad de otras pequeñas islas en perspectiva. Esta en especial, era bastante larga y nos dio miedo de que bajara la marea y se nos quedara atracado el kayak en el medio de las rocas.

Satisfechos con el recorrido, volvimos al hotel a leer y descansar. En la cena nos toco chow y terminado el postre aparecieron en un bote unos maoríes en cueros con tambores, flores y antorchas encendidas que hicieron unos cuántos bailes a la luz de la luna. 

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Día 9. Aitutaki

El día amaneció nublado y Martín tenía reservada una salida de buceo. Yo aproveché para salir a juntar caracoles antes de la lluvia. Desde la orilla, me quedé mirando un hombre que sobre su tabla de paddle hacía posiciones de yoga mientras se dejaba arrastrar por la corriente suave y continua. Cada rato volvía empujando con el remo hasta llegar a un punto y se ponía en la misma posición. Una y otra vez pasaba delante de mío. Me daba un poco de envidia la enorme conexión que tenía aquel hombre, su espiritualidad y la naturaleza. Cerca del mediodía se largó a llover y me fui a la habitación con mis tesoros marinos. Martín volvió feliz y con varios videos para compartir, y la tarde transcurrió con lectura y escritura. Desde arriba se sentía el agua golpeando contra la paja y desde abajo se escuchaba el agua corriendo plácida hasta que algún cardumen irrumpía en la escena y me hacía salir para chusmear la situación.

De pronto las nubes desaparecieron y dieron lugar a un atardecer hermoso. La noche apareció como una infinitud y durante horas no me dejó dormir. Me quedé mirando desde la cama a las estrellas fugaces y el cielo se me apareció como un enorme planisferio, en el cual veía dibujados ramilletes de fuegos artificiales. Conmovida, me pasé buscando formas y brillos hasta dormirme.

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Día 10. Aitutaki- Rarotonga

Era nuestro último día en Aitutaki y habíamos contratado un paseo en barco que duraba hasta las 4 de la tarde. Era una forma de aprovechar bien hasta la retirada, que era a las 5 pm, y no estar dando vueltas después de entregar la habitación al mediodía. Dejamos el equipaje en recepción y a las 10 de la mañana estábamos en un barco surcando los diferentes tonos azules de la laguna de Aitutaki, descubriendo pequeñas islas llenas de palmeras.

Después de un rato de sentir el viento en el cuerpo hicimos la primera parada en la isla Akaiami, donde había un solo hotel, que no parecía muy lindo, pero que definitivamente estaba alejado del mundo. Dimos una vuelta por la playa, nos metimos al agua y volvimos al barco. El maorí que llevaba la batura del tour nos dijo que en la siguiente parada había unos peces increíbles y que bajaríamos para hacer snorkel. El detalle que le faltó avisar era que se trataba de los Giant Trevally (Caranx Ignobilis), unos peces de más de 1 metro de largo y 70 kg de peso. Después de vencer el terror de bajar donde estaba el cardumen, al que le daban de comer como si fueran mascotas, nos alejamos hasta los corales para hacer snorkel. Los peces tenían colores vibrantes, los corales se mecían con la corriente y el agua estaba tibia. No quería que terminara. La siguiente parada, después de dejar a una pareja de recién casados en una isla desierta llamada Honeymoon Island con una vianda para que almorzaran ahí, fue otra isla desierta en la que bajamos para atravesar a pie el mar y llegar a One Foot Island, donde nos estaban preparando el almuerzo. Esa primera isla estaba totalmente despejada, era como un banco de arena (buscándolo en el Google Earth no tenía ni siquiera nombre) y las palmeras estaban recién creciendo. Seguramente en unos años ese banco se convertirá en una isla con nombre propio. Nos servimos un poco de todo (era buffet) Martín algún crustáceo y yo unas salchichas a la parrilla y nos sentamos con una pareja. Ella era francesa y su esposo de Tobago. Vivían en Nueva Zelanda después de haber recorrido el mundo (inclusive Argentina) durante más de un año y estaban esperando su primer hijo. Súper macanudos. 

En One Foot Island te ponían un sello en el pasaporte con un piecito de recuerdo y la gente hacía largas filas para tener ese distintivo único. Recorrimos la isla maravillados, la naturaleza no había escatimado en abundancia y los colores componían una postal perfecta.

A las 4 estábamos en el hotel y después de darnos un baño, nos pasaron a buscar para llevarnos al aeropuerto para tomar el vuelo a Rarotonga. No habíamos pedido que nos manden un auto porque pensamos que al llegar a la capital de las Cook, habría taxis esperando por los pasajeros, pero no sólo no había taxis, sino que tampoco cómo llamarlos y estaba anocheciendo. Muchos lugareños quisieron ayudarnos pero nos decían que iban para el otro lado. Después entendimos que era bastante lejos.

Uno de los hombres que se habían preocupado al vernos tan desorientados logró que un guardia de seguridad nos ayudara con el transporte al hotel y finalmente llegamos a Muri Beach cuando ya era de noche.

Habíamos alquilado un departamento enorme (Crystal Blue Laguna Villas), porque era lo que había, de 2 dormitorios en suite. Con las valijas en la puerta y el cansancio de todo el día sólo queríamos acomodarnos y salir a cenar, pero no había nadie para recibirnos. Llamé por teléfono a la encargada y nos dijo que ya era tarde y que no iba a venir a abrir, que no pensaba que fuéramos a llegar tan tarde porque los vuelos internacionales habían aterrizado hacía horas, pero no calculó que nosotros veníamos de un vuelo local. Bue, no tengo que contar todo lo que le dije, pero a los diez minutos mandó a un chico, a una empleada para hacer las camas y ella misma apareció con toda su geografía sentada en una moto que pedía a gritos que su dueña se pusiera a dieta.

Dejamos las valijas mientras preparaban todo y nos fuimos a una plaza que quedaba a dos cuadras donde había una feria con distintos puestos de comida. Martín en seguida se decidió por un plato de camarones en salsa de coco y yo me puse en la cola de las brochetas de pollo marinadas que parecían espectaculares. Tardé tanto en volver a la mesa (como había sido la ultima clienta y se le había terminado todo el pollo, la señora también me regaló una torta de chocolate), que Martín ya se había ido al super a comprar aguas y algo para el desayuno. Volvimos al departamento y después de los consejos de su administradora, acomodamos todo y dejamos las cortinas abiertas para ver el amanecer desde la magnífica terraza de nuestro primer piso.

Día 11. Rarotonga

Nos despertamos temprano y fuimos a caminar por la playa. Se puede dar toda la vuelta a la isla caminando pero nosotros sólo recorrimos 7 km de playas increíbles, zonas de kitesurf, otras totalmente desérticas, y volvimos con caracoles entre las manos. 

Fuimos a reservar un auto para poder tener autonomía y descubrir la isla a nuestro antojo pero recién se liberaba a la noche. Pasamos por una agencia de turismo que ofrecía unos paseos buenísimos de snorkel e intentamos engancharnos en el que iban con el torpedo por los arrecifes, pero teníamos que tener auto para llegar al punto de salida. Nos conformamos con un kayak y salimos un par de horas hasta las pequeñas islas que estaban enfrente. Antes de que cerrara la agencia fuimos a buscar el auto y siguiendo los consejos de nuestra anfitriona, nos dirigimos a ver el atardecer al bar del hotel Castaway. Como estaba lleno y queríamos estar cerca del mar, conseguimos un banco de troncos medio destartalado y nos quedamos hasta que desapareció el último rayo de sol.

De noche volvimos al market con puestos de comida y pedimos unas hamburguesas muy buenas y las brochetas de pollo que estaban increíbles.

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Día 12. Rarotonga- Los Ángeles

A las 13 teníamos que devolver el departamento. Era el último día de las Cook y decidimos hacer snorkel en una zona que nos habían recomendado. Caminamos varios kilómetros por la playa con nuestras máscaras y patas hasta llegar a una playa totalmente desierta. No sé cuanto tiempo estuvimos en el agua, pero no quería que terminara nunca la procesión interminable de peces de colores y estrellas de mar azules. 

Ya fuera del hotel, teníamos que portar las valijas en el auto hasta la medianoche, que era nuestro horario de salida para L.A.

Empezamos dando la vuelta a los 32km de la isla, nos metimos por las calles de adentro, hacia las montañas esquivando gallinas y palmeras, entramos a los pocos negocios del centro para llevar unos regalitos, pasamos por el supermercado para comprar salsas diferentes, elegí unos pareos en el camino (sin vendedores pero con una caja para depositar el valor de los pareos que estaba escrito en un cartón sobre la mesa), esquivamos gallinas, tomamos agua de coco, y terminamos en el bar de Crown Beach esperando el atardecer. Siempre las horas fuera del hotel se pasan más lentas que lo normal y esta no era la excepción. Después de tomar algunos tragos, refugiarnos de la lluvia en una sombrilla de paja y comer unos bocaditos, devolvimos el auto y nos fuimos al aeropuerto.

Continúa en EEUU, Los Ángeles

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