La Orilla Infinita
India
Jodhpur-Mysore-Hassan-Hampi-Badami-Mumbai
Septiembre 2016
Día 1. Niza-Mumbai
Después de un viaje desde Niza que nos llevó todo el día, llegamos a Mumbai a la medianoche. Como detalle debo agregar que a las dos valijas grandes que ya traíamos para cargar de porquerías de la India, se le agregó una bicicleta que se compró Martín “de ocasión”, como la llamaban en Francia, justo en la misma cuadra del hotel del congreso. No era una bici plegable, qué va. Era una bici Eleta. No hace falta agregar nada más. Lo vi llegar al hotel con un paquete de 30 kilos y una mueca de arrepentimiento. Tuvo que arrastrarla durante 8 cuadras desde la estación, comprobando que los kilos que le declararon en la tienda, no eran los que experimentaba al cargarla. Ahí me di cuenta de que varias veces se me presentaba la imagen del nene de mi pobre angelito agarrándose la cabeza con desesperación. Será esta capacidad de reconocernos en ese emoticón, la que nos hace poder resolver los mas intrincados desafíos.
Cargados hasta los dientes, despachamos todo y lo recogimos en el aeropuerto. Bajar del avión fue una bofetada de aire caliente mezclada con los aromas del curry que nos hizo morir de felicidad. Estaba lloviendo y el pronóstico extendido (salvo los días en Rajasthan que mostraban sol y 41º) nos auguraban tormentas eléctricas.
Como la vez anterior, contratamos los servicios de Helena y Akram, los Blackpepper Tours, una maravilla de personas y muy ejecutivos (combinación que se valora y recomienda).
Nos estaban esperando con un auto más grande, porque ya les habíamos advertido de la compra de la bici y del deseo de dejarla en consignación en el aeropuerto.
Eran las 12.30 am. El chofer nos esperaba con un cartelito con nuestro nombre y nos acompañó a la oficina de consignaciones. Los olores que se cruzaban de un lado a otro pertenecían a otra categoría de olores, y fue en ese momento que descubrí que la transpiración india tenía poderes divinos. Eran olores que penetraban y permanecían ahí, hasta que ellos mismos decidían irse. Mi memoria los conservaba por largos minutos hasta que se cruzaba otro más profundo, más impregnado. No eran catalogables, porque tenían ese aroma dulzón de las especias. Los dos pibes que estaban atrás de un mostrador minúsculo nos vieron llegar con todos los bultos y la cara se les llenó de pesos. Nos mostraron las tarifas impresas y ahí empezó el regateo. Nos cagaban con el cambio, con los días, con el idioma. Meneaban las cabezas, se iban ofendidos y volvían.
La 1am y seguíamos parados en el mismo lugar, casi empezando a transpirar como ellos. Nos querían cobrar 200 dólares por dejar las 2 valijas durante 11 días. Ni modo. Nos fuimos y volvimos varias veces pero no daban el brazo a torcer, así que nuestro chofer nos dijo que lo iba a arreglar con el hotel que teníamos reservado. Hizo varias llamadas y paró en el Hilton cercano al aeropuerto, ya que al día siguiente teníamos que tomar el vuelo a Jodhpur. Helena lo había elegido porque era una buena bienvenida. Nuestro estado era lamentable. Habíamos salido del hotel de Niza a las 4.30 del día anterior. El hombre habló con el muchacho maletero, que movía la cabeza de un lado para otro, como los muñecos con resorte que ponen en la luneta de los autos, pero que acá significaba un “si”. Y finalmente se quedaron con nuestras valijas y la bici hasta que volviéramos a tomar el avión a Bs As. Quizás podría salir todo bien.
Quizás
El hotel era espectacular. Nos dieron la habitación 410, así que subimos contentos y apurados para tratar de darnos un baño y dormir un poco. La flecha del pasillo marcaba las habitaciones del 408 al 419, pero no había manera de encontrar la nuestra. Dimos muchas vueltas, nos separamos para hacer más rápido, subimos y bajamos, y hasta sospechamos que nos habían asignado una habitación fantasma. Finalmente preguntamos abajo y nos dijeron que era una de las especiales, y que no estaba marcada con ningún número. Dos ambientes, dos baños, bombones de tamarindo bañados con chocolate sobre la almohada y una cama mullida después de haber estado sentada 24 horas. Duchazo y ya no me acordaba de nada más.
Día 2 . Jodhpur
Lo más difícil al despertarse era lavarse los dientes con agua mineral, porque el reflejo de mojar el cepillo bajo la canilla está muy arraigado. Había que estar alerta, y más todavía, cada vez que se me daba por ponerme un dedo a la boca. El viaje anterior al volver de la India, me pesqué una virosis que me desplomó 15 días sin poder dar dos pasos seguidos. Literal. Querés un bicho posta? La India te lo da.
El desayuno fue muy hindú, con comida especiada y té negro. A las 8.30 nos pasaron a buscar para ir al aeropuerto. Los viajes con Blackpepper eran como ir sin equipaje, porque lo tienen todo resuelto. Nos cuidaban y mimaban desde que llegamos hasta que nos fuimos. Lo mejor es de todo y algo difícil de encontrar, era que entendían el tipo de viaje que queríamos hacer y tenían flexibilidad para moverse y cambiarlo todo. Nosotros habíamos decidido venir a India 3 semanas antes y pudieron arreglarlo dando vuelta las cosas sobre la marcha.
En el vuelo a Jodhpur me tocó sentarme al lado de una mujer que claramente no tenía sentido del olfato. Hay gente que no convive consigo misma, porque es imposible que no se huelan. Estuve toda la hora respirando por la boca, como cuando íbamos con Luli al super del barrio chino. Martín me decía que agradeciera que no andaba saludando a lo lejos o acomodando bolsos en los compartimentos de arriba. Si viera el vaso lleno, entonces tuve una suerte tremenda. Me quedé dormida y cuando me desperté tenía enfrente una bandeja con un sandwich de Subway y una dona. Con ese menú miré al lado para ver si la señora se había convertido en Apu y el vuelo me había dejado en Springfield pero no, todo seguía igual, con la diferencia que cada tanto se oía el estruendo de un eructo sin contemplaciones ni disimulos.
Jodhpur era una de las ciudades que más nos había gustado cuando viajamos en el 2011, pero esta vez teníamos un objetivo concreto: comprar un container de muebles.
La ciudad azul tenía la capacidad de transportarte a otra dimensión de tiempo y espacio. Nos quedamos en el mismo hotel que la vez anterior porque estaba muy bien ubicado, en el medio de un bazar más antiguo que la cristiandad. El hotel era un haveli, una residencia de familias ricas (lo que seria un riad en Marruecos). Por fuera era espectacular, pero las habitaciones eran pedorras y el baño también. Esta vez gozamos de wifi en el cuarto que nos puso felices al hacer el check in, pero en realidad además de lento, se cortaba cada 10 minutos y había que volver a loguearse. Tampoco entendimos por qué razón cambiaban la contraseña cada día, es decir que había que llamar a la recepción y preguntar cuál era la inspiración matutina: milk, hotel, sunday, un número. Igual era mejor que ir al locutorio, donde la temperatura interior no bajaba de los 50 grados. Caminando encontramos un hotel hermoso llamado Raas, también cerca de la torre del reloj, que era más caro pero valía la pena pagar la diferencia. Next time, sin dudarlo.
Fuimos a caminar por la zona. El caos era el protagonista absoluto y a pesar de que habían pasado 5 años, todo parecía haber quedado en el mismo lugar. Las vacas descansaban en la mitad de la calle, las motos seguían teniendo prioridad total y pasaban sin mirar arrollando lo que había a su alrededor. Llevaban dos, tres y cuatro pasajeros a veces cargados con ollas, cajas, vasijas o fardos. Las bocinas sonaban sin parar, los perros, los rikshaw descargando mercadería que pasaba de mano en mano hasta llegar a destino, los vendedores de especias y sahumerios que nos gritaban para vendernos cualquier cosa. “¿uerariufrom? Argentina? Maradona, Ronaldinho, Messi, com maifrend veri chip”.
Cruzar la calle en el bazar era una proeza difícil hasta para un porteño experimentado. Además de mirar las motos, rikshaw, vacas, perros, hombres, bicis, autos y caballos, había que ir atento al piso por la bosta y otros menesteres bastante derretidos por el sol. En fin, que estábamos exactamente donde queríamos estar.
Al atardecer, nos fuimos a recorrer las casas de muebles. Hermoso y agotador. Había tanta pero tanta mercadería abarrotada, que se hacía difícil elegir e imaginarlo puesto en algún otro lado, más despejado, menos pegajoso y con menos gente que nos siguiera esperando que tomáramos una decisión.
Combinamos para volver a la mañana siguiente, para ver qué hacíamos.
Cenamos en la terraza del hotel, con el el paisaje del fuerte hacia un lado y la plaza de la torre del reloj hacia el otro. La noche nos había dado cierto alivio y el termómetro marcaba 35 grados. Pedimos kebab de cordero, malai kofta (unas albóndigas de queso con salsa especiada de yogurth), una carne que nos recomendó el mozo tipo curry al estilo rajasthaní, arroz y pan de ajo. Estaba buenísimo pero no pudimos terminarlo.
Día 3. Jodhpur
El chofer de la casa de muebles nos pasó a buscar para llevarnos a la fábrica que quedaba a unos 20 km de la ciudad. Era un lugar infinito de muebles y objetos. Nos mostraron 5 o 6 galpones que competían para ver cuál era el más atiborrado y el más caluroso. Entre trasto y trasto quedaba un pasillo angosto y a veces me faltaba el aire.
El lugar sintetizaba a la India misma. Una sobredosis. Todo mucho, todo lindo, todo tenía una historia: un pedazo de templo, una madera de tren, el frente de una casa, la silla de un haveli, figuras de dioses y maderas talladas a mano. Sea o no verdad, para quienes nos gustan las historias, era como estar en las mil y una noches. En este lugar no había regateo y tampoco lista de precios. Es decir, que teníamos que asumir que uno de los tres chicos que nos seguía desde que empezamos hasta que terminamos (7 horas más tarde), se acordaba de memoria del precio de cada ítem de cada galpón. Imposible, pero así es como funcionaba. Tómalo o déjalo.
Si caminábamos tres pasos, los tres pibes daban tres pasos, si parábamos, también paraban. El aliento en la nuca a veces me ponía algo tensa, pero trataba de zafar para otro lado y lo seguían a Martín, que para ellos era indudablemente quien tenía el poder. Uno de los pibes era el de los precios, otro el que tomaba las medidas, otro el que nos daba botellitas de agua. Después se le sumó uno más, que parecía de un escalafón mayor porque nos apuraba un poco. Cada tanto retumbaba un eructo de competencia, que por suerte no era del que estaba pegado a mí. Sanjay, uno de los dueños, nos invitó a almorzar con él y con un señor mayor (imaginamos que era su padre), que no habló en ningún momento pero me enseñó a comer con la mano, hasta que se pudrió y me alcanzó los cubiertos. Fue una comida excelente, mejor que la de restaurante: sopa de lentejas, curry de carne y algo vegetariano con salsa de yogurt, chapati y arroz. Ellos comían todos los días en la fábrica.
Con ese calor ya no quería seguir, sino dormir una siesta, pero nos faltaban tomar muchas decisiones y elecciones, así que seguimos con los galpones que nos habían reservado para la tarde.
“Más medidas, para dónde, sácalo, dejalo, me encanta, a mi no, lo quiero sí o sí, dios mio avancemos”. En medio de uno de los patios estaban los pobres artesanos casi en cueros, agarrando las herramientas con los pies descalzos y lijando la madera con una sierra fina. Cada vez que entrábamos a un galpón, prendían las luces y los ventiladores y al salir, apagaban todo a pesar de que en el lugar quedaban varios hombres trabajando. Hombres grandes, con camiseta blanca y ojos profundos, que a veces sentía que me perforaban con la mirada. Tenían curiosidad por saber quien era yo, qué iba a buscar ahí, y que era lo que a los occidentales nos fascinaba de lo que ellos desechaban.
Finalmente terminamos el ultimo tramo al borde de la deshidratación, hicimos la lista final con la esperanza de que todo saliera bien. En definitiva, en la vida el riesgo es el pulso que nos mantiene activos y nos conecta con lo que viene, con lo que uno esta dispuesto a hacer y a perder por lograr cualquier objetivo.
Terminamos asqueados, agotados y felices. A la noche, acostados en la cama, estábamos seguros de que nos íbamos a arrepentir apenas llegáramos a BaAs por no haber comprado más.
Entusiasmados y fantaseando dónde íbamos a acomodar nuestras nuevas adquisiciones, tendríamos que haber pensado mejor en cómo mandarlo. Pero las historias felices siempre terminan bien.
Fuimos al hotel a sacarnos el polvo de los galpones y otra vez a caminar por el bazar. Ya se había hecho de noche y casi todo estaba cerrando.
Decidimos cenar en un restaurante diferente y elegimos The Currys, que estaba bien puntuado en la Web y era en una terraza con vista al fuerte. Nos ofrecieron la única mesa libre que tenían, al lado (cuando digo al lado, era a 50 cm de la mesa) de varios pintores que seguían haciendo su trabajo sin inmutarse en las barandas de la terraza y andaban con tachos y lijas esquivando la mesa. Cuando íbamos a irnos, los dueños rajaron a unos locales que estaban tomando algo y nos ofrecieron su mesa. Nada de pasarle un trapo. Por suerte yo tenía siempre mis toallitas desinfectantes y zafamos. Pedimos unas berenjenas baby con salsa de tomates, pollo al curry, arroz con cebolla frita y garlic naan (pan de ajo). Nunca nos animamos al spicy estilo India, sino a un término medio de picor que quedaba buenísimo.
Cuando volvíamos para el hotel escuchamos música y fuimos a ver de qué se trataba. Desde lejos parecía una procesión religiosa. En un caballo blanco, un muchacho iba con la cabeza cubierta y algunos niños se turnaban para subir atrás suyo. Decenas de personas los acompañaban llevando un collar de flores, vestidos con sus mejores atuendos. Los músicos iban adelante, junto a los amigos que bailaban enloquecidos tirando espuma. Sólo los hombres, como siempre que había joda.
Nosotros nos incorporamos a los invitados y caminamos bastantes cuadras, sin prestar atención a dónde íbamos. Intentamos preguntar si ya había pasado la ceremonia, si iban a la fiesta o sólo era eso y cada cual volvía a su casa, pero las respuestas se transformaron en preguntas y Martín terminó contando dónde vivía, de qué trabajaba y dónde dormía. Antes de perdernos, decidimos volver al hotel. Después leímos que esa procesión se hacía un día antes del casamiento y que iban hasta la casa de la novia que tenía que esconderse hasta la boda.
Cuando llegamos, tenía un mensaje de Helena (la agente de viajes) preguntando si teníamos planes para la noche siguiente, porque les hacía ilusión venir a conocernos. Cuando estuvimos en Jaisalmer la vez pasada, ellos estaban en España. Yo también quería conocerlos.
Día 4. Jodhpur
Nos levantamos temprano para hacer la caminata al fuerte Mehrangarh en las horas menos calientes. Martin bajó el mapa de la ciudad en map.me, nuestro mejor aliado en los viajes, y emprendimos la subida. Para llegar había que atravesar la parte más vieja y al ser domingo, las calles no estaban tan llenas de gente.
Aún se conservaba la antigua costumbre de pintar las fachadas de azul por ser una forma de ahuyentar a los bichos. Era increíble pensar que en esa ciudad hubiera alguna política pública de prevención, por lo menos hace cientos de años. Las calles tenían una mugre descomunal. Vimos cómo una señora abría la puerta de su casa y tiraba la basura (sin bolsa, obvio) adelante de su puerta sin que se le moviera un pelo. Esta vez me pareció que había más perros que vacas porque estaban por todas partes, especialmente revolviendo los basurales. El único método de recolección que vimos, fue un chico con un burro que metía la mugre con sus manos en una palangana y de ahí a las alforjas para transportarla. Como no había veredas, teníamos que caminar por el mismo lugar que los perros, esquivando la basura, tratando de que las motos y los rikshaw no nos maten.
Si yo estuviera leyendo esto, pensaría “qué espantoso, para qué ir tan lejos para ver eso” y entiendo que la India y especialmente algunas ciudades como esta, no son para todo el mundo. Por eso hay que saberlo.
El contrapeso es la belleza de su arquitectura, los monumentos y su historia, la espiritualidad, el arte, la música, el tiempo detenido en sus costumbres y sus formas, los colores, las mujeres y sus vestidos y la comida que no tiene comparación. Uno tiene que despojarse de los prejuicios y estar dispuesto a meter las patas en el barro.
En cada cuadra había una puerta, un detalle de madera tallada o con incrustaciones que daba placer fotografiar. Pequeños templos escondidos, improvisados abajo de algún árbol, iban recibiendo a los devotos que llevaban comida y pétalos de flores que guardaban en una bolsita.
Llegamos al fuerte y lo recorrimos esta vez sin la audioguía que venía incluida en la entrada, para poder hacerlo a nuestro orden y antojo. Vimos salir al maharajá, disfrutamos de la vista de la ciudad que desde arriba parecía más azul y le sacamos fotos a todos los bigotes que se nos cruzaron en el camino. Acomodado en un nicho del fuerte, seguía sentado el mismo hombre que fumaba opio como hace cinco años atrás. El mismo que maravillosamente pintó mi sobrina Caro viendo la foto, antes de saber que lo conocería personalmente. Me acerqué para corroborar que fuera real y el hombre me invitó a fumar de su narguile. Me dijo que el opio era muy bueno para el hígado, para dormir bien y para tener buen sexo, mientras me hacía oler la sustancia en un frasquito. Le contesté que esa última, era la parte más interesante y me regaló una sonrisa de dientes muy amarillos. Quizás este hombre de tanto fumar ya no se pueda levantar más y lo volvamos a encontrar el el siguiente viaje.
Volvimos pasadas las 12 bajo un sol implacable. Quise ir al hotel para darme un baño porque sentía que me ardía todo. No sé cuántos grados hacía, pero seguro que más de 40. Llegamos sedientos de aire acondicionado y agua fresca que veníamos acopiando desde Mumbai. Al entrar al cuarto nos percatamos de que no había luz y como unos nabos, en vez de llamar para ver qué pasaba, nos quedamos quietos hasta que el embotamiento por falta de aire se transformó en sueño. Nos despertó el calor. Decidimos volver al lugar de muebles porque a esa hora igual no se podía andar por la calle. En la recepción nos dijeron que había luz, sólo que alguien había bajado el interruptor general que estaba en la entrada al lado del timbre de la habitación. La elección entonces frente a la puerta sería luz o timbre? Todo puede pasar en India.
Saturados de muebles, volvimos al bazar para comprar especias, para perdernos entre las calles y despedirnos de la ciudad.
A las 8 nos venían a buscar Helena, Akram y Jaan (su hijo de 4 años) para llevarnos a cenar. Además de haber viajado 5 horas en micro desde Jaisalmer, nos trajeron regalos, nos invitaron a cenar y se volvieron en el tren nocturno a las 11 de la noche para llegar a su casa a las 6 de la mañana. Todo un halago.
En Jodphur siempre nos movimos por la parte más antigua, pero en la ciudad también hay gente de mucho dinero, casas de lujo y restaurantes exclusivos. Fuimos a uno llamado On the Rocks, que tenía un patio con mesas afuera. Akram fue el encargado de pedir la comida, porque además de tenerla más clara, al ser musulmán había cosas que no podía comer.
La cena estuvo increíble y Akram nos contó muchas cosas que no sabíamos en relación a las costumbres de la India.
Él en realidad quería ser policía, pero a pesar de haber hecho la instrucción, no pudo entrar porque necesitaba tener un contacto importante o pagar 1 millón de rupias (15 mil dólares). La corrupción es también acá, una moneda corriente.
Cuando conoció a Helena y decidieron estar juntos, tardó tres meses en contárselo a su familia, porque estaba rompiendo la tradición. Se lo dijo a su hermana, ésta a su madre y finalmente fue ella quien se lo comunicó al padre. No sólo se casaba con alguien que ellos no habían elegido, sino con una extranjera y no musulmana.
Akram no entendía cómo en el mundo occidental podíamos tener tantos divorcios. En India el porcentaje es muy bajo. En las ciudades más chicas, los matrimonios son arreglados por las familias y se da por entendido que los padres, que son quienes más lo quieren a uno, van a elegir lo que sea más compatible, que para mí se traduce en lo más conveniente. Los compromisos se realizan según las jerarquías laborales: si es un profesional universitario o funcionario del gobierno/político o si tiene dinero.
Según cómo sea la situación, la mujer debe pagar más o menos dote, que es ilegal, pero sigue siendo una costumbre muy arraigada. Por ejemplo, uno de sus mejores amigos, recibió como dote un auto valuado en 2 millones de rupias, 1 kilo de oro, un terreno en Jodhpur, los electrodomésticos de toda la casa y 200 mil rupias en efectivo. Todo esto es para él, pero como viven todos juntos, los beneficios son familiares.
La novia es la que debe pagar, porque se va a vivir con la otra familia. ¡Mujeres occidentales, piénsenlo por un segundo! Hay que irse a vivir a la casa de los suegros (menos mis nueras que tienen una suerte bárbara)...
Nos contaba que si una mujer se fugaba con otro hombre (esté casada o prometida), los padres del esposo y los de la mujer fugada, se ponían de acuerdo para buscarla y matarla. Sí, leyeron bien, sus padres y/o hermanos. Eso pasó realmente en su familia cercana y en este país es algo de lo que no se habla, igual la gente piensa que es un castigo merecido, porque se limpia el honor del cornudo. El gobierno hace la vista gorda, no sale en los diarios y la mayoría de las veces lo disfrazan diciendo que fue un suicidio. También hay muchos hombres que matan a sus esposas para volver a casarse y recibir una nueva dote.
A pesar de estos relatos algo tenebrosos, fue una noche hermosa, en la que compartimos nuestras historias de amor. Volvimos al hotel porque al día siguiente nos tocaban dos vuelos para llegar al sur.
Día 5. Jodhpur- Bangalore
Esta vez el medio en el avión le tocó a Martín. El chico que se sentó al lado pintaba bien, pero siempre hay lobos con piel de cordero. En cuanto levantó el brazo para prender el aire, el perfume se convirtió en partículas descompuestas. El problema era estar anclado ahí, sin poder moverse para ningún lado.
Llegamos a Bangalore pasadas las 7 de la tarde. Nos esperaba un nuevo chofer llamado Arum, a quien apodamos "el tecla" porque le faltaban dos dientes del comedor. La piel de la gente del sur era más morena y hablaban otro dialecto llamado Kannada (canarés), cuya escritura me tenía fascinada.
El hombre se equivocó de hotel, pero por suerte llamo Akram para saber cómo habíamos llegado y logró dejarnos en el nuestro sin muchas vueltas. Me dijo que estaba en el aeropuerto esperándonos desde las 4 de la tarde (cuando nuestro vuelo de Jodhpur salía a las 5) y tenía un tufo que según Martín, bajo ese brazo podía alojar a una colonia variada de organismos vivos. El problema mayor era cuando aleteaba, ya sea para pagar el peaje, o para hacer una maniobra con el volante. Teníamos además el problemita que no le entendíamos muy bien, porque se le escapaban algunas letras y fonemas por los agujeros de los dientes. La S la pronunciaba SH es decir que nos decía “wiargointudeshitypalash” o "afterbrekbash" todo rápido y muy juntito. Así que muchas veces le decíamos que sí y no teníamos idea de lo que nos estaba hablando.
El hotel era pretencioso, viejo y con olor a humedad, ni siquiera kitch que hubiera sido algo divertido. No quisimos cenar, porque si hay algo que no funciona, son las cosas que pretenden ser más de lo que son. El tema es que es algo absolutamente subjetivo, y quizás para muchos ese hotel cubriría con creces sus expectativas. Igual era por una sola noche y estábamos cansados de tanto viajar.
Día 6. Mysore
El desayuno “buffet” lo tomamos a las 7 para poder salir cuanto antes. Teníamos que evitar el embotellamiento que se producía al salir de Bangalore (la silicon city de la India) después de las 8 de la mañana. Nuestro destino era Mysore, a 150 km.
Cuando le preguntamos en cuánto calculaba que llegábamos, nos tiró 3 horas y media y agregó moviendo la cabeza “disisIndiamam”. Cuestión que tardamos 4. El chofer era un desastre total, tenía demasiados puntos en contra: olía mal, manejaba muy muy mal (parecía un BMW pasando de 0 a 100 en un minuto), no podía hacer dos cosas a la vez así que paraba a cada rato en la banquina, no le entendíamos, cada vez que hablaba giraba la cabeza para atrás y nos quedaba mirando mientras adelante pasaban muchísimas cosas peligrosas (que nosotros teníamos el gusto de ver) y lo peor: estaba enamorado de su bocina. Se la pasó las 4 horas tocando la maldita bocina. Por cualquier cosa, hasta para avisarle al de atrás que estaba adelante. No podíamos creerlo. Por supuesto en la mitad del camino me quería morir de lo mal que me sentía, así que abría la ventana pero inmediatamente él me la cerraba desde adelante. Fue una lucha de algunos minutos mirándonos por el espejo retrovisor, hasta que me ganó por cansancio y me acosté en el regazo de Martín para poder dormir. Como los tres monos, no quería escuchar, ni ver, ni hablar (y en este caso ni oler).
Cuando me desperté me sentía mejor y me puse a hablar con Arum. Me contó que ganaba 7000 rupias por mes (100 dólares) y que la casa le salía 5000, porque vivía sin sus padres que eran de una zona rural. Que su hijo iba a una escuela privada porque las públicas eran muy malas. Que su esposa trabajaba 6 horas vendiendo verdura en la calle porque era una persona sin estudios. Que la salud pública era una mentira porque cuando iban al hospital el médico si no cobraba, no los atendía.
El sur presentaba las diferencias de la India en todo su esplendor. La variedad de tonalidades de piel, rasgos físicos, estaturas, complexiones y vestimentas hacía honor a la diversidad que esperaba de un país con más de 1300 millones de habitantes.
El paisaje había cambiado totalmente. De estar en el desierto de Jodhpur, donde predominaba la arena y el polvo, pasamos al verde intenso de los campos de arroz y las palmeras. Un flash.
Recomendados por el chofer, hicimos una parada en un templo impronunciable antes de llegar, que no estaba en el itinerario. No sólo no valía nada, sino que nos siguieron a los gritos porque sacamos fotos y querían que las borremos delante de ellos.
Llegamos al hotel Royal Orchid Metropole y a la media hora estábamos saliendo para el palacio Amba Vilas o según el chofer el “MaishuruPalash”.
Mysore fue la antigua capital del estado de Karnataka y aún seguía siendo la residencia de la familia real, la dinastía Wodeyar, quienes reinaron en la zona durante setecientos años. Era un palacio que fue inaugurado en 1912, ubicado en el centro de la ciudad y que fue encargado a un arquitecto inglés por la reina regente Kempananjammanni Vanivilasa Sanndihana (Kempa para los amigos), con la condición que fuera una mezcla de estilos.
Esta era la atracción principal de la ciudad, así que nos sacamos los zapatos y recorrimos maravillados tamaña opulencia. Las noches de domingo, se encendían 100.000 luces marcando el perfil del edificio.
Después nos tocaba ir al mercado de verduras y flores (Devaraja market) y de camino pasamos por un barrio musulmán donde las mujeres estaban vestidas con sus burkas negros, mientras los animales andaban tranquilos por las calles y negocios. Hubiera bajado sin dudarlo, pero seguimos con el itinerario previsto.
El mercado tenía puestos especializados: unos de bananas, otros de cocos, flores o polvos para kumkum (con los que se marcan la frente) y mientras dos o tres hombres empujaban las montañas de capullos, otros tantos enhebraban las flores formando adornos para casamientos, ofrendas o guirnaldas para los templos. Algunos nos pedían sacarse una foto para después mirarla en la pantalla. A la salida fuimos a un puesto de dulces tradicionales muy famoso en la ciudad y probamos el más típico llamado Mysore Pak, parecido al Mantecol pero más empalagoso.
Quisimos ir a caminar por el centro para conocer, dimos unas vueltas y volvimos al auto porque no valía la pena. Yo me había quedado con las ganas de ir al barrio musulmán, así que a pesar del cansancio, el chofer nos llevó y nos esperó en una esquina.
Los negocios, la gente, las comidas eran totalmente distintas al resto de la ciudad. Las tiendas de burkas se presentaban como manchones negros en la vereda y adentro de una carpintería se paseaban unas cuantas cabras masticando hojas que sacaban de un atado. Los pollos y las cabras colgaban de los ganchos esperando ser asados. La gente compraba codornices y otros pájaros que yo no conocía. Martín me tenía amenazada con el tema de acercarme a las jaulas por la gripe aviar.
Volvimos rendidos. El madrugón, el viaje y los ruidos me habían dejado un dolor de cabeza importante. Cenamos excelente en el restaurante del hotel que tenía un patio interno muy bonito. Comimos hongos en salsa de cajú y almendras, arroz con lemon grass, vegetales y queso cotagge, pollo con crema de castañas y naan con cebolla y queso.
Dia 6. Mysore- Sravanabelagola- Halebid – Belur –Hassan
Después del desayuno, nos percatamos de que no habíamos comprado incienso de sándalo en el lugar más famoso de la India. Le pedimos al chofer que nos dejara 15 minutos en el mercado, cosa que no le gustó mucho pero que acató sin rezongar. A las 8.30 el mercado estaba lleno de gente que iba y venía con los canastos repletos de frutas, verduras y flores. Quería seguir dando vueltas un rato, pero no teníamos tiempo. Compramos incienso embebido en miel con esencia de sándalo. A mi no me va el incienso, pero era como ir a Mendoza y no traerse un vino.
Teníamos casi 3 horas por delante para llegar a un centro de peregrinación jainista situado arriba de una colina, llamado Sravanabelagola. No hay forma de que me acuerde ese nombre, ni siquiera usando reglas nemotécnicas. Estaba nublado pero por suerte no llovía. El paisaje se nos hizo increíblemente parecido al del norte de Brasil, las casas, las palmeras, el color rojizo de la tierra, incluyendo las frutas al costado del camino como la papaya, las bananas y el jaca. La diferencia la marcaban los campos de arroz, las plantaciones de jengibre de un color verde casi flúo y las mujeres con sus saris de colores. No quería perderme nada del camino, pero la pastilla para el mareo que tomé antes de salir hizo lo suyo y dormité un rato.
Para llegar a ver la estatua del gran maestro jaini Gommateshvara Bahudali de 17 metros de altura, que dicen es la estructura monolítica más grande del mundo, había que subir más de 600 escalones. Después de algunas frenadas para reponer el aire, llegamos al pie de la estatua de un hombre desnudo que miraba hacia el norte. Cuentan que este señor había luchado con su hermano por la herencia del reino y avergonzado por haberle ganado, renunció a su ansiado título para retirarse y llevar una vida de penitencia y meditación.
Una vez cada 12 años, miles de devotos se congregan en ese lugar para asistir a la ceremonia de Mahamastakabhisheka, en la que untan al monumento con leche, azafrán, manteca y monedas de oro. La próxima será el año que viene.
Casi todas las personas nos pedían para sacarse fotos con nosotros, situación algo cansadora porque eran grupos de 5 o 6 que querían: una solos, una con dos, otra todos, otra con Martín, otra conmigo. Situación que se repetía varias veces con gente diferente.
Un santón sentado a los pies de Budhali me bendijo con un agüita que rogué para que no se metiera en mi boca, me pintó el bindi entre las cejas, uno de los 7 chakras hindúes que representaba el tercer ojo, la mirada introspectiva (porque nuestros ojos solo ven el exterior) y rojo, porque era lo que lucían los sacerdotes, y era para las mujeres casadas (o porque era el único color que tenía).
Al bajar me tomé un agua de coco gigante. Me lo merecía.
La siguiente parada era Hassan. Llegamos al hotel Hoysala Village y nos recibieron con un collar de flores, me volvieron a pintar el tercer ojo (ya me lo había borrado en el auto) y nos convidaron un agua refrescante de tamarindo que delicadamente rechazamos por no saber si era mineral. Se largó una lluvia importante y todavía teníamos que ir a recorrer dos templos. Esperamos un rato, nos armamos con paraguas y camperas y salimos igual.
Ambos complejos pertenecían a la arquitectura Hoysala (s. XI-XIII), en los que usaban un tipo de talco compacto relativamente blando en el momento de extraerlo, y que se endurecía al producirse un proceso de oxidación en contacto con el aire. Un artesano hábil podía lograr un nivel de detalle comparable al tallado de la madera.
El primero fue el de Belur, el templo de Chennakesava dedicado al dios Vishnu y en el que invirtieron 1 siglo de trabajo. Todos los templos hindúes tenían en la entrada una especie de pirámide con deidades talladas (gopuram) cuyo objetivo era que los fieles pudieran verlo desde lejos y calcular la distancia que les restaba para llegar. Nos sacamos los zapatos y caminamos bajo una mínima llovizna. El piso de piedra estaba mojado y resbaloso y el reflejo de la luz resaltaba más los detalles de los templos.
Todo el complejo tenía talladas figuras que representaban una historia. Los dioses hindúes solían tener distintos avatares para su representación, pero siempre tenían el mismo vehículo. Con este detalle era más fácil reconocerlos, porque por lo general la representación física cambiaba de templo en templo, pero su vehículo no. Por ejemplo, para Vishnu el vehículo era el águila y para Ganesha una rata.
En el fondo estaba la figura de Vishnu vestido de mujer, porque en este templo era su avatar. Resulta que este dios tenía la facultad de transformarse en mujer e incluso algunas historias lo ligaban al dios Shiva, de cuya unión se supone que hubo descendientes. En el otro post de la India ya había escrito acerca del transgénero, por eso no voy a ahondar en el tema.
En este lugar sagrado, las mujeres talladas en piedra, estaban adornadas con joyas y hermosos tocados. Se me presentaron sumamente sensuales con sus cuerpos ondulados, caderas anchas, cintura de avispa y pechos desbordantes, muchas veces desnudos. En el frente había además varias escenas del Kamasutra.
Pero como tantas de sus contradicciones, las mujeres no podíamos tener los hombros descubiertos porque era una falta de respeto.
Al otro complejo llegamos atravesando una ruta en pésimo estado, que como las demás, estaba repleta de camiones, rickshaw y animales sueltos.
En Halebid estaba el templo Hoysaleswara dedicado a Shiva, casi siempre acompañado de su buey Nandi. Empezaron a construirlo antes que el otro pero nunca pudieron terminarlo. Era una sobredosis de deidades talladas con detalles aún más impresionantes que los de Belur. Había batallas, raptos, muertes, animales míticos, marchas de elefantes, caballos, ejércitos de monos.
Belleza en su estado puro.
Como terminamos temprano, el chofer nos llevó a un templo hinduista dedicado a Shiva, donde el dios exhibía su linga como amuleto de fertilidad. Además de feo, después de ver los otros templos, ya no podíamos ver ni un solo dios más.
Por lo menos hasta el día siguiente.
Volvimos al hotel, descansamos y cenamos un menú buffet del cual sólo pude destacar un postre: el halwa de zanahorias con helado de crema especiado.
Dia 7. Hassan- Anegundi
El día no pintaba prometedor. Para llegar a Hampi teníamos que hacer 265km que correspondían a unas 7 horas de viaje. Me preguntaba cómo se podía tardar tanto siendo tan corto el recorrido. El asunto es que cada 10 kilómetros hay un pueblo que pone sus propios lomos de burro y que aporta al cosmos un nuevo caos. El itinerario original tenía previsto una parada, pero como sumamos un día en Jodhpur, preferimos bancarnos el trayecto más largo.
Desayuné unas bananas (mi alimento de cabecera porque venia libre de posibles intoxicaciones) y para no agregarle un factor de riesgo a la ruta teniendo que hacer alguna parada.
Al principio traté de dormir un rato, pero el dedo del chofer empezó a moverse extasiado desde el volante hasta la bocina, con mínimos intervalos de silencio. Como si fuera una partitura en el que la bocina fuera el instrumento principal, en una melodía que duraba 7 malditas horas.
Traté de relajarme y le pregunté qué eran aquellas carpas que se veían al costado de la ruta. Eran nómades, que vivían cazando pequeños animales y después vendían en los pueblos. El gobierno trató de darles algunos beneficios para que se asentaran, pero como eso "se llevaba en la sangre", ahí seguían con sus burros, caballos y cerdos. Los nómades pertenecían una casta distinta.
Le pregunté si todavía existían las castas y mirando como siempre para atrás, me puso cara de "no puedo creer que me hagash esha pregunta obvia". Después la conversación volvió al campo, que era su fuerte.
Nos contó que un campesino ganaba alrededor de 4 dólares diarios. Su padre trabajaba haciendo plantines de árboles, principalmente de sándalo. El gobierno subvencionaba la plantación de esta especie de la que se extraía la esencia y se usaba la madera, y su madre trabajaba en la granja con distintos vegetales. Arun sabía mucho de plantas y árboles y nos iba mostrando muchas cosas. Yo no tenía idea de que la pimienta crecía como una trepadora y las semillas caían como un racimo de uvas.
En esta zona ya no había arrozales ni jengibre, pero se veían plantaciones de cebolla, maní, algodón y girasol.
Martín tuvo la mala idea de preguntarle si le daban alojamiento en los hoteles donde nos quedábamos y nos dijo que no. Que algunos tenían una habitación compartida para varios choferes, pero que eran una mugre así que prefería dormir en el auto y le daban 200 rupias (3 dólares) para las 4 comidas diarias. Me quedé atragantada. Era algo que en mi próximo viaje tendría que evaluar. Sabía que no es responsabilidad de nuestra agencia, ya que ellos contratan una empresa local que a la vez contrata empleados-choferes para que manejen sus autos, pero me sentí muy mal.
Inconcebible que en un trabajo donde había tanta responsabilidad y era necesario estar bien descansado, los maltratasen de este modo. No tenían ningún tipo de ley que los defendiera. Ni ellos ni los choferes de rikshaw. No les daban recibo de sueldo, les decían que vayan a cobrar y los boludeaban. Si se quejaban les decían que se fueran, total no les costaba nada.
A medida que avanzaba la mañana, la ruta se ponía más y más densa. Los camiones aparecían de todos los costados, se juntaban con tractores, bueyes y motos. Al estar en carreteras secundarias, casi todo el trayecto era mano y contramano, pero los carriles no se respetaban para nada. Las condiciones de la carretera eran espantosas, con pozos y muy sinuosas. Varias veces pegué un grito horrorizada pensando que nos estrellábamos porque a 50 metros venían de frente dos camiones inmensos (uno en cada carril como si estuvieran charlando entre ellos). No pude pegar un ojo, sudé frío, vi mi vida pasar varias veces en distintas situaciones. Arum era un animal al volante. Se metía por la banquina, hacía maniobras que a nadie se le ocurriría ni pensar. Frenaba y aceleraba con la misma liviandad.
Al mediodía al hombre le dio hambre y empezó a sacar la cabeza en cada puesto que aparecía a lo lejos para ver si había algo para comer. Paró en varios, hasta que finalmente eligió un chiringo donde nos quedamos esperándolo adentro el auto y al sol. Apenas arrancamos empezó a limpiarse las lágrimas y a sudar. Nos dijo que la comida estaba tan picante que no lo podía soportar. Era el ingrediente que le faltaba a lo que restaba del viaje. Prendía y apagaba el aire, apretaba con más ánimo la bocina y abría y cerraba la ventana seguramente para despedir algún gas que se le había acumulado.
En plena autopista, los rebaños de cabras, que no sabían de límites, invadían medio carril, una vaca se paraba estupefacta en la autopista a pesar de los bocinazos propinados, los monos se cruzaban de un lado a otro, los bueyes con su arado hacían el recorrido de pueblo en pueblo y los granjeros usaban parte de la ruta para secar los granos cosechados.
Intentaba relajarme y el tiempo se me pasaba en cámara lenta. Miraba por la ventana e iba sacando fotos con mis ojos. En casi todas las casas tenían una vaca en la puerta y una montaña de cocos ya consumidos. Una señora de pelo muy blanco se sumergía con el buey hasta las rodillas en un charco que seguramente se había formado con las lluvias del mes pasado. Cada pueblo se me hacía igual al anterior, pero cambiaba la gente. Como si fuera la película de los antiguos dibujos animados. El tiempo detenido.
De pronto había algo que rompía el equilibrio y se cruzaba una moto cargada con decenas de vasijas de colores, o una bicicleta repleta de fardo, o las cabras entraban a un templo (no eran ovejas descarriadas).
En el último tramo, la ruta se vació de camiones y estuvo un poco más aliviada. Siempre faltaban 15 kilómetros y Anegundi, el pueblo donde quedaba nuestro hotel, quedaba a 40 km de las ruinas de Hampi. Los tres estábamos hinchados las bolas.
Para llegar al hotel había que atravesar un pueblo que se parecía más una villa de emergencia que a un pueblo. Nos dieron la habitación contigua a la recepción porque tenía wifi, algo más grande que las otras cabañas que estaban un poquito más alejadas. La habitación era sencilla pero limpia y tenía todo lo que necesitábamos. El agua caliente para la ducha había que pedirla 20 minutos antes y también avisar si cenaríamos allí, porque compraban lo justo de acuerdo a le elección: vegetariano o no. Los menús eran básicamente iguales, solo que a uno le agregaban pollo y al otro lentejas. El cocinero era nepalí y el personal super amable y dispuesto. Yo estaba muy cansada y no entendía cómo habíamos llegado a ese lugar tan inhóspito. En el cuarto caminaban algunos ciempiés por las paredes, y con la intolerancia que llevaba acumulada del viaje, empecé a buscar hoteles en otro pueblo llamado Hospet, mientras Martín me miraba con un poco de lástima.
Llamé al encargado y le pregunté cuánto salía la habitación más económica. ¿Para qué? me preguntó.
Le expliqué que queríamos pagarle al chofer y se puso muy serio. "Él ya tiene donde dormir". Le insistí, pero se dio media vuelta y desapareció. Se ve que no podían permitir ese tipo de huéspedes. Cada lugar tiene sus propias reglas y el tema de las jerarquías era algo con lo que no se jodía.
Decidimos ir a ver el atardecer a Hanuman, el templo dedicado a los monos. Tratamos de conseguir un rikshaw para no subirnos otra vez al auto, pero nos recomendaron en el hotel que era mejor ir con el chofer.
Subimos unos cuantos escalones hasta llegar al templo.
El templo en sí no tenía nada especial , pero su ubicación, sobre una colina rocosa que dominaba todo el valle, lo conviertía en un mirador fantástico para la puesta de sol.
Desde afuera se escuchaban los rezos y nos alejamos caminando por las piedras para ver las vistas. Nos sentamos en esa inmensidad de arrozales, bananos y palmeras. El viento nos pegaba fuerte en la cara limpiándolo todo. Estábamos solos. Felices.
Dia 8. Hampi (en Kannara ಹ೦ಪೆ)
Me animé con un desayuno opulento porque no nos íbamos a subir al auto por un rato. Pedí un omelette masala y trajeron unos pancitos tipo chinos llamados idlis muy esponjosos y típicos del sur, con una salsa de maní tipo satay pero menos dulce. Delicioso. Era increíble la cantidad de panes diferentes que había en este país. En el nuestro tenés blanco y negro, con o sin semillas, pero acá el menú es interminable: naan, chapati, bhatoora, paratha, dosas, pupadum y muchos más, todos con sus variantes de acuerdo a los puntos cardinales de su procedencia.
Siraj (el manager del hotel) nos acompañó unas cuadras hasta la orilla del río Tungabhadra para mostrarnos la lanchita con la que cruzaríamos hacia Hampi en solo 5 minutos. Si lo hubiéramos hecho en auto, eran unos 40 kilómetros en las condiciones ya descriptas el día 7.
El templo Vittala estaba justo en la orilla opuesta. Hicimos la fila esperando al lanchero, pero como no venía fuimos a dar una vuelta por ahí nomás. El hombre en cuestión salió de atrás de unas piedras y para dejar bien claro dónde había estado, nos regaló un pedo bastante ruidoso. Nada de darle la mano para subir. En la lancha éramos unas 12 personas más 3 motos.
Las formaciones rocosas no eran normales. Era como si alguien las hubiera dinamitado desde adentro para convertirse en miles de piedras de distinto tamaño que encajaban a la perfección, algunas en un equilibrio asombroso. Eran de un color marrón claro tirando al rojizo y estaban escoltadas por cientos de palmeras y bananos.
Describe tu imagen
Hampi fue desde siempre una ciudad sagrada, desde que su nombre era Kishkinda, el reino de los monos. Situada entre las ruinas de la antigua capital del imperio Vijayanagara, era conocida como la “ciudad de la victoria”. En el siglo XV abarcaba 650 km2 y tenía medio millón de habitantes. Era la capital del reino más poderoso del Deán (el segundo imperio más importante después del romano), y controlaba el comercio de los caballos árabes, las sedas chinas y las especias indias que pasaban por sus puertos. La decadencia de Hampi comenzó cuando los ejércitos musulmanes arrasaron palacios y templos, convirtiéndola en un conjunto de ruinas. Aunque es Patrimonio Mundial, sólo 58 de los 550 monumentos están protegidos.
El templo Vittala, dedicado a Vishnu, era uno de los más lindos. Estábamos casi solos y lo recorrimos apreciando los detalles en las columnas y frisos. En el frente tenía una carroza tallada en piedra, que se convirtió en uno de los símbolos turísticos del lugar y adorna todas las postales.
Habíamos quedado con el chofer que nos encontraríamos en el parking de ese templo para comenzar el recorrido por los lugares que faltaban, pero un camino angosto que salía de la parte posterior nos estaba llamando. A un costado vimos otra vez el río y nos acercamos a pesar de los carteles que advertían la presencia de cocodrilos (después el barquero nos dijo que era mentira, pero lo hacían para prevenir que se bañaran porque era muy profundo). En la orilla había una mujer haciendo puja (ofrenda) y más lejos se veía gente pescando, o remando en una balsas redondas hechas de paja y recubiertas con una membrana, que se parecían a una cáscara de nuez.
El día estaba divino. Las rocas seguían dominando el paisaje, desperdigadas como si hubieran caído de una lluvia de meteoritos.
Volvimos al camino y a un costado vimos un árbol de Banyan del que colgaban miles de tiras de telas anudadas que escondían piedras de diferentes tamaños. Era una instalación artística en medio de la selva. Le pregunté a un hombre qué era y me dijo que las mujeres venían a pedir a ese árbol para tener hijos. Cientos de súplicas suspendidas entre lianas. El árbol de la fertilidad.
De ese camino angosto perfilado por bananos se abrió un espacio enorme con una base de piedra lisa y plana, desde donde se divisaban algunas ruinas dispersas. En el medio del silencio empezamos a escuchar el ritmo de unos tambores y nos metimos por un sendero paralelo al río. A un costado, un grupo de hombres, mujeres y niños se habían acomodado en un círculo y en el medio se veía un pozo repleto de flores. El magnetismo de aquel ritmo me llevó directo hacia ellos, pero en seguida pensé que podía tratarse de un entierro. En una de las rutas ya me había pasado que entusiasmada por los repliques tamborileros, e imaginando que era una procesión en honor a algún dios, empecé a maniobrar para sacar algunas fotos, pero el chofer me dijo que estaban llevando a enterrar a una persona. “¿No viste el fiambre?” me preguntó Martín. Entonces reculé. Los vimos de lejos y seguimos camino.
A unos 300 metros se veía un templo con mucha gente, monos trepando por todas partes, algunas familias teñían con polvos unas figuras incrustadas en la roca y otras dejaban cocos y flores o nadaban en el Tungabhadra. En la orilla, unos cuantos botes de paja redondos yacían boca abajo esperando para salir. Queríamos dar una vuelta por el río, así que Martin negoció el precio y nos llevaron media hora a navegar entre templos y rocas erosionadas. Sentía tanta emoción que no podía contener las lágrimas. Era uno de esos momentos sublimes en el que el cuerpo se me completaba de felicidad y era necesaria una descarga para compensar. Creo que en Hampi sonreí durante horas.
El que remaba nos llevó a una cueva romántica, que consistía en una roca que dejaba un espacio para que entre la cáscara de nuez y nos ofreció sacar unas fotos. Al terminar el paseo nos preguntó si queríamos hacer spinning y aunque sabía que tendría el mareo asegurado, accedí para que Martín no se lo perdiera. El pibe empezó lento hasta que nos transformamos en una perinola que no caía nunca.
Aún nos quedaba mucho para ver. A esa altura del mediodía el sol nos había dejado sus huellas. Unas mujeres que iban con toda la familia me preguntaron por qué no usaba aro en la nariz si estaba casada (todo con señas), por qué no tenía pulseras ni collares mientras agarraban mis manos. Me encogí de hombros mientras ellas se mataban de risa y fruncían el ceño como desaprobando mi falta de oropeles.
Atravesamos lo que antiguamente era el inmenso bazar, que estaba cercado para que nadie pasara porque al mínimo soplido se produciría un derrumbe. Era una zona exclusiva para vacas y monos.
Los bazares ocupaban varias cuadras. Ahí se daban cita árabes ofreciendo caballos, los chinos con sus sedas, los portugueses con piedras preciosas y los locales que aportaban lo más valioso: las especias.
Ya se divisaba el templo Virupaksha, que era el único de todo Hampi que seguía cumpliendo funciones religiosas. Como era día festivo, había mucha gente con ofrendas, músicos, flores, velas, monos y un elefante que si le ponías una rupia en la trompa, después de entregársela a su dueño, te daba su bendición sobre la cabeza. Por supuesto que ambos salimos glorificados. La relación entre los elefantes y sus cuidadores (mahout) es muy especial y suele durar para siempre.
Alguna vez teníamos que contratar los servicios de un guía, ya sea para ver lo que nos habíamos perdido o para corroborar lo bien que habíamos hecho en prescindir de ellos. Ocurrió lo segundo. En India te piden un precio, si se lo peleás y se lo bajás, la explicación y el recorrido son menores, así que nos dijeron que teníamos que hacer el tour y después decirle cuánto estábamos dispuestos a pagar por el buen o mal servicio. Eso funcionará entre locales, con los guiris (extranjeros) antes se arregla, después se sale.
Ese templo era uno de los más sagrados para los hindúes y estaba dedicado a Shiva. Tenía un gopuram muy alto para que pudieran divisarlo desde cualquier punto del complejo. Los monos estaban a sus anchas y como las familias se sentaban a comer alguna cosita o llevaban bananas y cocos como ofrenda, en segundos se las ingeniaban para robar todo lo que podían y escapaban trepando las hermosas columnas.
No teníamos señal de teléfono y no sabíamos cómo avisarle a nuestro chofer que habíamos caminado hasta el final del recorrido. Ya habían pasado varias horas y el hombre nos seguía esperando en el parking del Vittala. Le pedimos a un pibe que tenía rikshaw (y que ya nos venía hinchando para llevarnos a dar una vuelta por el resto del complejo) para que hiciera la llamada correspondiente. Por supuesto que intentó cagarnos diciéndole a nuestro chofer en hindi que nos esperara allí y que él nos llevaría.
Resuelto el asunto, compramos un agua de coco y nos fuimos a caminar por la parte de los backpackers para hacer tiempo. Nos cruzamos con varios europeos uniformados con pantalones estampados con elefantes y remeras de batik. Mirando esos hoteles elegiría dormir en las cuevas como hizo mi hermano hace varios años y en otra vida.
En el estacionamiento estaban las mujeres con las que me había cruzado varias veces, sentadas en un tráiler arrastrado por un tractor. Parecían gitanas. Les pedí para sentarme con ellas, sacarnos unas fotos y quedamos todas encantadas.
Lo que llamaban la zona real de Hampi era bastante distinta a la del bazar. Visitamos palacios, fuertes, baños reales, cámaras secretas y más templos. Algunos más lindos que otros. El Lotus Mahal con los establos que albergaban a los elefantes ceremoniales y las puertas en forma de pétalos de loto era distinto porque la construcción tenía influencias musulmanas.
En cada lugar, la gente nos pedía que le sacáramos fotos a ellos, a sus hijos, a todos juntos. Tenía miedo de que se me acabara la memoria de la máquina. Una señora me llamó desde lejos gritando “selfie, selfie” y yo pensando que quería sacarse conmigo accedí de inmediato porque yo los cago a fotos a todos. Era una especie de devolución de favores, pero su “selfie” significaba que le sacara una foto a la hija y otra a ella. Cada una separada.
Para hacer todo en un solo día, se nos hizo un poco denso. Cada vez que le preguntábamos si volvíamos al hotel, el chofer nos decía que faltaba uno más.
Volvimos insolados y cansados. No teníamos fuerzas para ir a recorrer el pueblo donde estábamos y decidimos quedarnos en el hotel, cenar y hacer algo de fiaca.
Día 9. Anegundi- Badami
Nos levantamos con los gallos que cantaban casi sobre nuestra ventana y aprovechamos para ir a caminar por el pueblo, aún más antiguo que Hampi. Los chicos estaban vestidos con sus uniformes escolares de punta en blanco. Era increíble ver que en un pueblo selvático perdido en el mapa, de calles de tierra y vacas sueltas, que resistía un calor pegajoso, hubiera un requisito como el uso de ropa escolar blanca con corbata de color. Un escenario incongruente como muchos otros en la India.
Anegundi era un pueblo en el se podía ver la gente y sus costumbres. Mujeres lavando sus cacharros o la ropa en un latón en la entrada de su casa, con las vacas y cabras dando vueltas o atadas en el “porche”.
El viaje a Badami duraba 3 horas, pero esta vez se nos hizo bastante corto. Cualquier cosa era mejor que el día de auto que ya habíamos pasado.
Paramos en un campo de maníes y bajamos a ver cómo los limpiaban después de sacarlos de la tierra. Uno de los granjeros nos regalo un puñado para probar y yo esperaba el gusto conocido, pero el sabor me pareció raro, como si la semilla estuviera cruda. Ellos lo usaban hervido o tostado pero más que nada para hacer aceite.
Atravesamos campos de Malbery, la planta con que se alimentaba al gusano de seda, de lentejas (que yo no había visto más que en una germinación), de girasoles y maíz. Aparecieron los red chilli pepper y bajamos a verlos más de cerca. En medio de la ruta se habían acomodado decenas de campesinos a secar sus cosechas. Las ponían en el asfalto para que lo autos o tractores las molieran al pasar. Nosotros ayudamos a unos cuantos.
El chofer nos contó que para que los monos no se comieran las bananas de las plantaciones tenían varios trucos, pero el que usaban en su pueblo era de temer. Durante los tres primeros días le ponían comida como carnada y el mono se acercaba a comer, el tercero le metían una víbora venenosa que los picaba sin compasión. El mono quedaba aullando por horas y el resto de la manada no volvía nunca más.
Arum quería volver al campo. Su máxima aspiración era ahorrar para poner un molino y tener agua para regar lo que plantaban (su plan era sembrar sándalo rojo), pero para eso necesitaba 100 mil rupias (1500 dólares) y le faltaban muchos años, porque podía ahorrar muy poquito. Igual su esposa era quien hacía fuerza para quedarse en Bangalore, porque pensaba que en el pueblo de sus suegros no podrían darle una buena educación a su único hijo.
Cada tanto nos sorprendía una moto con un palo atravesado que llevaba a ambos costados una cantidad de gallinas patas para abajo o personas cargando enormes fajos de pasto y leña.
Los bueyes arando la tierra (que en esa zona era más negra), se habían transformado en un escenario natural. Los pequeños granjeros no podían darse el lujo de usar maquinaria para trabajar la tierra porque no les quedaba ganancia.
La ruta se hacía imposible sin GPS porque había que doblar en calles que jamás se me presentarían como una ruta a seguir.
El hotel de Badami era mejor de lo que esperaba y logramos que nos dieran la clave de wifi apelando al ataque lástima y diciendo que teníamos una hija chica que esperaba nuestro llamado. Gracias Lu!
Estaba sobre la calle principal que era de tierra y el polvo lo teñía todo. Era un pueblo decadente y sumamente feo, y se me hacía muy difícil imaginar que alguna vez fue la capital del enorme imperio de los Chalukya.
Empezamos por los cuatro templos en las cuevas de Badami. Estaban cavados y tallados en la roca rojiza y el entorno era maravilloso. Muy cerca había una enorme piscina coronada por un pequeño templo. Desde lejos se escuchaba el golpeteo de las telas sobre las piedras y varios grupos de mujeres se daban cita después del mediodía para lavar la ropa y secarla en las escaleras al sol.
Nos fuimos caminando al mercado, uno de los más auténticos que vimos. Éramos los únicos turistas. Queríamos colarnos en ese pequeño laberinto para no perdernos ningún detalle. En los puestos se ofrecían costureros (todos hombres), frutas, verduras, artículos de perfumería, bazar o para rezos, telas, se molía el chilli y el arroz con unas máquinas que tenían una rueda que hacía mover para arriba y para abajo unos tubos macizos de metal.
Las vacas y los monos robaban de los puestos cuando sus dueños distraídos no alcanzaban a propinarles piedrazos o palazos. Todos los vendedores estaban armados con distintos instrumentos para la ocasión. A ese escenario se le sumaban montones de jabalíes de distintos tamaños que se metían como ratas por las alcantarillas. Muchos de ellos estaban lastimados o no tenían orejas.
Era muy difícil esquivar la bosta y los escupitajos rojos que sin escrúpulo estampaban en el piso después de mascar las hojas con nuez moscada. Los chicos nos seguían pidiéndonos biromes y chocolate de un modo acosador.
Fuimos hacia el otro lado del mercado y el dueño de una herrería me pidió que le sacara fotos con sus hijos. Apartando a los intrusos, logré tomarle unas cuantas fotos y le pedí su mail para enviárselas más tarde. El hombre trajo papel y lápiz y lentamente fue escribiendo la dirección de su casa y su código postal. Por lo poco que vimos la tecnología era casi nula, así que cuando llegue a Buenos Aires tendré que imprimir e ir al correo (una antigüedad).
Cuando empezaba a anochecer y las ollas de cobre comenzaban a humear calentadas por la leña, volvimos cargados con dos cocos para darnos una panzada. Al abrir las cortinas de la habitación me encontré una cantidad de monos disfrutando del viento que salía de nuestro aire acondicionado. No podía estar más contenta. Jugué con ellos desde el otro lado del vidrio (las ventanas estaban herméticamente cerradas con un cartel que decía “cuidado con los monos", hasta que oscureció y desaparecieron por los techos de chapa. Solo en esta ciudad debía estar gran parte de la población mundial de babuinos y los de cara negra (Que Arum nos dijo que eran más peligrosos).
Cenamos en el hotel un pollo al curry, arroz frito con verduras y algo vegetariano pero que decía con tamarindo y nos animamos a probar. El pollo estaba tan picante (siempre pedimos específicamente con mínimo picante porque los niveles se miden con otra vara), que no pude comerlo.
De todos modos, la India siempre nos cobraba peaje y entre los dos fuimos alternando dolores de estómago y sensaciones gástricas que al cuerpo le costaba acomodar.
Dia 10. Badami- Pattadakal-Aihole
Arrancamos hacia los últimos templos del viaje, que quedaban a 20 kilómetros. Para ser sinceros, ya estábamos un poco cansados de templos y ruinas. Habíamos recorrido muchos, muy hermosos, concentrados en pocos días.
El chofer tenía miedo de chocar un jabalí porque para los hindúes y musulmanes era de muy mala suerte. Si llegaba a atropellar alguno, estaba obligado a deshacerse del auto. Veníamos zafando tanto de los chanchos como de morir en manos de ese conductor demente.
Pattadakal fue la segunda capital Chalukya y estos templos definieron las construcciones arquitectónicas del sur de la India. Era bastante loco ver templos antiguos y hermosos tan pegados a las casas desvencijadas del pueblo.
Los templos de Aihole eran anteriores y en el complejo había más de 100 pero se podían visitar unos pocos porque el resto estaban tomados por los pobladores locales. Todo el pueblo se desarrolló utilizando los restos de los antiguos palacios y edificios y eso para mí fue lo más interesante del lugar. En la guía decía que había que tener cuidado con las serpientes y cuando le preguntamos a Arun si era cierto, nos dijo que en la zona había bastantes cobras. Lindo para andar en sandalias.
La vuelta fue a puro campo. Estaban levantando la cosecha, y aprovechamos para bajar a verlo.
Pasado el mediodía estábamos en el hotel y ya habíamos recorrido todo el pueblo. Esperamos un poco que aflojara el calor y volvimos al mercado. Casi todo estaba cerrado o porque era domingo o porque era otra vez día de fiesta. El lugar no daba para mucho más y como no teníamos nada que hacer, Arum nos llevó a un templo hindú donde había mucha gente haciendo fila para dejar una ofrenda. Volvimos al hotel para refugiamos del polvo y fuimos a cenar al otro hotel importante de Badami. Como era la última noche lo invitamos a cenar al chofer (más que nada por cortesía o por lástima, porque no le teníamos mucho cariño). Al principio nos dijo que sí y después que no porque era un lugar muy caro. Le insistimos y nos dijo que entráramos pero nunca vino. Comimos bien pero a esa altura yo ya moría por una pizza. Cuando salimos Arum nos explicó que estaba mal visto que los choferes fueran a restaurantes con clientes y que a ellos lo complicaba porque los hoteleros les iban a perder el respeto.
Día 11. Badami-Belgaum-Mumbai
Salimos demasiado temprano al aeropuerto que quedaba a 3 horas de Badami. Estuvimos casi una hora esperando que viniera el personal.
Mumbai nos recibió con calor y una llovizna molesta. Buscamos nuestro equipaje en el Hilton (bici incluida) y seguimos viaje al hotel Residency Fort que quedaba cerca de las atracciones turísticas.
Tardamos casi 2 horas en llegar. El tráfico era agobiante, las bocinas no paraban de sonar, las vacas estaban paradas en medio de la autopista (como si fuera la Riccieri/Gianatassio) y para colmo, el nuevo chofer era otra bestia en potencia. En este país debían pensar que apretando la bocina las cosas se arreglarían o desaparecerían como por arte de magia. Si viviera acá me compraría un auto con bocina de camionero.
Los conductores de los rikshaw manejaban descalzos y la pobreza en Mumbai se mostraba con toda la furia. A los costados de la autopista había una fila interminable de casas improvisadas con nylons y cada tanto los slams (villas de emergencia) exhibían sus cientos de antenas parabólicas.
Llegamos al hotel y salimos a caminar. La ciudad me expulsaba, toda la mugre en las calles se me hacía de índole humana y me daba más asco. Fuimos hasta la puerta de la India y recorrimos un poco.
En las veredas quedaba un mínimo espacio para los peatones porque estaba repleto de vendedores ambulantes que ofrecían todo tipo de productos (hasta consoladores).
Era muy difícil cruzar la calle porque los autos no le dan bola a los semáforos y tampoco los peatones, entonces nos pegábamos unas corridas de competencia. Dimos una vuelta por Victoria Station y cuando se hicieron las 6 de la tarde, nos dimos cuenta de que estábamos muy cansados y todavía teníamos que acomodar las valijas.
Por suerte encontramos un restaurante bien puntuado a una cuadra del hotel llamado Mahesh especializado en mariscos. Martín pidió unos camarones con ajo y yo un malai kofta, mi plato preferido. Como era la última cena nos pedimos un postre típico que era como una bola de fraile caliente con almíbar. Queseyo.
Día 12. Mumbai- París- Bs As
Igual que cuando llegamos, el graznido de los cuervos estuvo presente para despedirnos. Pasadas las vicisitudes con el equipaje, volvimos a casa en un viaje interminable pero contentos y llenos de proyectos. India no es un viaje para cualquiera, lo tengo claro especialmente cuando escucho comentarios como "no me da el corazón para ver todo eso" o "no soporto tanta mugre" y como la vida misma, no todos experimentamos las mismas sensaciones. Con mis relatos trato de inspirar a otros para que no se pierdan esta experiencia. A mí, la India me sacude y me energiza. Después del primer viaje, dejé de lado la preocupación, la incertidumbre y el miedo, para concentrarme exclusivamente en mis emociones.
Como siempre, gracias por acompañarme y motivarme para escribir.
Nos vemos en algún lado de la orilla infinita.
Epílogo
Después de meses de idas y vueltas, de darlos por perdidos, de peleas con despachantes y funcionarios del gobierno, de tramites y estampillados varios, logramos importar los muebles, que llegaron a casa sanos y salvos.
Para leer: "El dios de las pequeñas cosas" de Roy Arundhaty
"El Sarí rojo" de Javier Moro
"Un perfecto equilibrio" de Rohinton Mistry
"Tigre blanco" de Aravind Adiga
"Esta noche la libertad" de Dominique Lapierre, Larry Collins
"La ciudad de la alegría" de Dominique Lapierre
"El vagon de las mujeres" de Anita Nair
" La emperatriz tras el velo" de Indu Dundarsan (historia del Taj Mahal)
" Esmond en la India" de Ruth Prawer Jhabvala
" Vislumbres de la India" de Octavio Paz
"El olor de la India" de Pier Paolo Pasolini
" Hijos de la medianoche" de Salman Rushdie
" Holy Cow" de Sarah Mac Donald
Para ver: Daughter of Destiny (documental Netflix)
La ciudad de la alegria
Slumdog Millonaire
El río
El exótico hotel Marigold
Saalam Bombay
La maldición de ser niña (documental)
Anochece en la India
Gandhi
Monsoon Wedding
Hotel Salvation
The lunchbox
Masaan
Period. End of sentence (documental corto Netflix)
Con sede en Barcelona y Jaisalmer.
Helena y Akram son lo mas de lo mas. Planifican el viaje para que no tengas que preocuparte por nada y se convierta en disfrute. Profesionales, amorosos y eficientes. Nuestro segundo viaje con ellos.
Hotel correcto, bien ubicado, cerca de un centro comercial.
Muy bien ubicado, pero al ser indio le faltan detalles de confort en tiempos de mucho calor. Descubrimos otro muy bien ubicado que pongo abajo. Iremos la próxima.
Lindo hotel, en entorno con mucha vegetación. Buen desayuno y wifi.
El mejor de todos los del pueblo. No hay mas para elegir
Hotel divino, con bungalows entre la vegetación. Servicio excelente. Wifi deficiente.
Malisimo. En apariencia un hotel de lujo y enorme, pero las habitaciones eran feas y el servicio deficiente.
Muy lindo hotel, con la posibilidad de cruzar a Hampi en balsa. Las habitaciones lindas y la atencion increíble. El wifi funcionaba solo en la habitación contigua a la recepción (esa tomamos). Desayuno típico y abundante.
En la terraza del hotel Restaurante excelente, muy buena comida y ambientación.
Buena comida. Lugar con terraza
Tiene un patio muy bien ambientado y una onda más cosmopolita. La comida es muy rica pero es en las afueras de la ciudad vieja.
Especializado en pescados y mariscos. Muy bueno.